Y AL TERMINAR, JESÚS DE NAZARET
Jesús,
te descubrí como Sentido
y respuesta a mis anhelos juveniles.
Me atrajo tu integridad personal,
tu libertad y tu entereza,
tu valentía y tu amor sin medida,
tu sabiduría y el rostro de tu Dios,
la coherencia de tu propuesta
y la belleza de tu utopía.
A partir de aquel momento,
tu palabra fue luz y compromiso,
descanso y fortaleza,
alegría, paz y horizonte...
Empecé a vivirte como Amigo,
a sentirte en el silencio,
a hablarte en confianza:
eras el centro de mi vida.
Fuiste mi Señor,
me fié de tu promesa
y, con la luz y la fuerza de entonces,
me entregué:
Todo me lo jugué por ti.
La relación creció
y, de tu mano,
fui llevado al encuentro conmigo mismo
en profundidad.
Y, a medida que me encontraba,
te encontraba;
me descubría
y te descubría;
te descubría
y me descubría.
Seguías siendo mi referencia interior
en todo aquel camino
de búsqueda y ahondamiento,
como el Tú siempre presente,
incluso cuando yo me escondía.
Fuiste siempre una presencia innegable,
mi presencia más cierta,
la esperanza inquebrantable,
la luz y la roca,
el Maestro sabio y el Amigo entrañable.
Oscuridades, autoengaños,
límites y carencias;
errores e infidelidades:
Nada lograba velar ni empañar tu presencia,
nada debilitaba la confianza.
Te sentía como una evidencia
fiable y más cierta que mi propia vida…
Sólo una vez todo se tambaleó
y te creí perdido…
Todo lo vivido se me antojó un sueño
que no podía seguir manteniendo.
Y, en cierto sentido, sueño era
el modo como te imaginaba,
desde mi yo dormido.
Por eso, al despertar,
todo se vio cuestionado.
Y, sin embargo,
fue justo ahí donde “te” reencontré
con una luz nueva,
en unidad antes desconocida,
en identidad compartida.
Con el despertar,
se había modificado, únicamente,
el modo de percibir.
De pronto, me descubrí, te descubrí,
habitando el mismo Territorio,
compartiendo la misma identidad,
…junto con todos los seres.
Y todo se hizo luz,
porque fue justo ahí
donde me fue revelada
la sabiduría de tu mensaje,
donde me fue entregado
el “secreto” de tu persona.
Y es ahí donde seguimos “encontrándonos”,
en la belleza gozosa y serena de la Presencia,
en la que no hay separaciones ni costuras,
sino un estar pleno,
un puro ser,
sin yoes separados y separadores.
Por eso,
todavía te admiro más,
y mejor todavía descubro tu grandeza,
porque no me alienas a ti,
como si de ti, mágicamente,
dependiera mi “salvación”.
No,
tú me has reconducido a mí mismo,
a asumir con hondura mi vida;
tú me has reconducido hacia todos los seres
en la Unidad que vi que tú vivías.
Me has traído al Misterio,
donde las separaciones se acaban,
y me has revelado tu rostro.
No eres el Salvador separado
que yo había pensado,
ni el moralista autoritario
del que me habían hablado,
ni el objeto de culto
de una nueva religión,
ni el rival de otros dioses o profetas.
Eres, sencillamente,
el espejo en el que me descubro:
la manifestación de Lo Que Es
-rostro humano del Misterio-
y la expresión de lo que somos
-humanidad nueva y transfigurada-,
sin dualidades ni añadidos,
sin rivalidades ni comparaciones.
Por eso,
en ti veo a todo lo que es,
y no hay nada en lo que a ti no te vea.
El mismo Misterio que en ti se expresa
-“el Padre y yo somos uno”-
es el que se muestra en cada rostro,
en cada ser y en cada objeto.
Tu “Abba”,
Misterio silencioso,
Espíritu vital,
Energía poderosa,
Fundamento sabio y amoroso,
que todo lo habita,
todo lo sostiene,
todo lo constituye,
nuestro Territorio anhelado,
más allá de tantos mapas
que han querido definirlo;
nuestra Esencia última,
Océano que es y somos,
sin confusión y sin separación…,
como “la vid y los sarmientos”.
Eso es lo que veo en ti,
lo que me has mostrado tú,
espejo brillante,
cauce nítido,
amor sin límites ni condiciones,
paz inquebrantable,
gozo sereno y sabroso.
Con sólo nombrarte,
me siento atraído, “aspirado”,
a la Presencia
en la que todo es
y en la que nada falta;
en la que todo está bien,
y entiendo a la Biblia que afirma:
“y vio Dios que era muy bueno”.
Ya no necesito creencias
que dividen,
ni pálidas fórmulas
que no saben dar razón de tu verdad.
Te veo en todo,
con sólo dejarme venir al Presente;
te re-conozco con facilidad y gozo
en la misma Identidad compartida.
Y ahí descubro
lo que querías decir
cuando hablabas del “Reino”:
ver la unidad que somos
y atrevernos a vivirla,
tomando distancia del yo separador.
Dejar de vernos como egos,
en permanente confrontación,
para experimentarnos como la única Vida,
que se expresa en formas diferentes.
En la certeza
de que no somos las “formas”,
sino la Vida que en ellas se manifiesta.
Ésta es la conversión a la que tú convocabas,
la metanoia que hace posible
la salida de la ignorancia,
el final del sueño egoico,
la superación del egocentrismo,
permitiendo que la Vida que somos
fluya y se exprese.
La conversión
es una llamada a despertar,
a “nacer de nuevo”,
para ver las cosas como tú las veías,
sin separaciones ni costuras.
En ese “Reino”
donde el Amor se manifiesta y se revela
como la realidad que es y todo lo constituye.
No hay un “yo” que lo reciba o lo dé;
sencillamente, el Amor es.
He visto que todo existe
gracias a la relación entre todo.
Incluso los mismos átomos son posibles
porque las partículas subatómicas
se ven atraídas por esa primera ley del universo:
la relación.
Y, si todo es relación,
todo es no-dual,
la no-dualidad da razón de cuanto existe,
porque nada se halla separado de nada,
porque todo está interrelacionado con todo.
Al final,
vengo a descubrir
que la “ley” que todo lo mueve
no es otra que el Amor.
Y comprendo mejor
que el amor haya constituido
el eje de tu vida
y tu único mensaje.
No podía ser de otro modo.
En el principio, en el final y en el medio,
todo es amor.
Por eso mismo,
“a la tarde, nos examinarán en el amor”.
Todos en todos,
todo en todos,
todos en todo.
Acallada la mente,
venimos a la Presencia,
caemos en la cuenta del Misterio
y nos dejamos ser-en-Él:
al tomar distancia del yo separador,
y acceder al presente,
descubrimos que “somos tú”
-siempre lo habíamos sido-,
Jesús de Nazaret.
(E. MARTÍNEZ, Recuperar a Jesús. Una mirada transpersonal,
Desclée de Brouwer, Bilbao 2010, pp. 165-173)