BALBUCEAR EL CREDO
DESDE LA NO-DUALIDAD
Reconocemos, admirados, el Misterio de Lo Que Es,
Silencio y Presencia,
Belleza y Amor,
más allá de nombres y etiquetas.
Misterio que, sin confundirse, en todo se manifiesta,
y todo lo constituye:
Padre, Madre, Mismidad de lo que somos.
Misterio No-dual,
que abraza todos los opuestos:
Luz y Sombra,
Placer y Dolor,
Alegría y Tristeza,
Vida y Muerte…
Acogemos a Jesús,
en quien vemos, a la vez, el Rostro luminoso del Misterio
y la verdad de lo que somos.
Lo llamamos, por eso, “Dios de Dios, y Luz de Luz”.
En él vemos, admirablemente vivida,
sin negar las diferencias,
la Unidad divino-humana de todo lo que es,
en la No-dualidad.
Nos felicitamos porque haya compartido
nuestra historia y nuestra existencia.
Y recordamos a María,
la mujer disponible y desapropiada (virgen),
de quien debió aprender mucho
sobre Dios y sobre la vida.
Admiramos y nos sentimos interpelados
por el modo como en él se tradujo esa vivencia:
como sabiduría y compasión,
serenidad y libertad,
fraternidad y servicio hasta el fin.
Así, haciendo el bien,
es como mejor nos ha mostrado el Rostro del Misterio,
cuyo nombre es Bondad y Compasión.
Agradecemos que nos haya abierto los ojos,
desvelándonos el “secreto” de lo Real
y haciéndonos ver nuestra Identidad verdadera,
compartida con él y con toda la realidad,
y ya salvada…,
aunque su fidelidad y coherencia,
su amor a la Verdad,
le costara la muerte en cruz,
a manos de un poder arbitrario e injusto.
Celebramos que la muerte no fue el final,
como no lo es nunca,
sino sólo el “paso” a la Vida,
de donde salió y hemos salido;
en la que estamos, inconscientes muchas veces,
y que, en último término, somos.
Palpamos y hasta “escuchamos”
el Dinamismo interno de esa misma Vida,
el Aliento o Espíritu,
como fuerza amorosa, tierna y firme,
que guía su despliegue.
Nos reconocemos en la Iglesia,
cuando quiere ser espejo de Jesús
y reflejo de la Unidad de todo lo que existe,
más allá de todas las diferencias.
Seguimos celebrando en el bautismo
la realidad de hijos que se saben amados
y siempre perdonados.
Y celebramos, aun en medio de tanta sombra
-la otra cara de la luz-,
la certeza de que estamos ya resucitados.
Porque nuestra identidad última,
aquélla que no morirá porque nunca nació,
es el mismo “Yo soy”, sin añadidos,
que compartimos con Jesús y con todos los seres:
Conciencia, Presencia, Quietud, Amor, Luz…,
Dios mismo viviéndose en formas humanas.
Amén.
(Enrique MARTÍNEZ LOZANO, ¿Qué decimos cuando decimos el Credo?
Una lectura no-dual, Desclée de Brouwer, Bilbao 2012, pp. 136-139).