DE LA INTOLERANCIA RELIGIOSA
A LA CREACIÓN DE CONCORDIA
La reacción de los discípulos Santiago y Juan (Lc 9,54), como expresión de tantas muestras de intolerancia y agresión religiosa a lo largo de la historia –desear el “fuego de Dios” contra quienes no nos aceptan-, tendría que ser un recordatorio permanente que nos pusiera en guardia frente a nuestra propia tendencia a atacar y condenar a quienes discrepan o a quienes no nos quieren.
El texto completo dice así: “Cuando se iba cumpliendo el tiempo de ser llevado al cielo, Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Y envió mensajeros por delante. De camino, entraron en una aldea de Samaría para prepararle alojamiento. Pero no lo recibieron, porque se dirigía a Jerusalén. Al ver esto, Santiago y Juan, discípulos suyos, le preguntaron: “Señor, ¿quieres que mandemos que baje fuego del cielo y los consuma?”. Pero Jesús, volviéndose hacia ellos, los reprendió severamente”. (Y, según algunos manuscritos, añadió: “No sabéis de qué espíritu sois, porque el Hijo del hombre no ha venido a perder a los hombres, sino a salvarlos”).
En nuestra sociedad, la crispación por motivos “religiosos” es un espectáculo frecuente. Decisiones políticas suelen provocar no sólo el legítimo desacuerdo y la oferta de alternativas, sino una cascada de reacciones agresivas, en las que parece que todo vale, porque el otro “está en el error”. Por ejemplificarlo en dos casos recientes: una cosa es estar en contra del aborto y otra muy diferente gritar “Zapatero asesino”; una cosa es discrepar de la política de una consejera de sanidad, y otra muy diferente vomitar, en un canal de televisión, todo tipo de insultos groseros contra ella. Me cuesta entender la propensión al insulto y a la descalificación personal en medios conservadores que se dicen católicos. Cuando eso se hace por “motivos religiosos”, se está pidiendo “fuego del cielo” contra “los otros”.
Realmente apena ver, leer o escuchar medios de comunicación que se dicen de “ideología u orientación cristiana” alentar ese odio visceral contra quienes sostienen ideas distintas o promueven orientaciones políticas divergentes. Personalmente, me entristece constatar la marcada agresividad de estos medios, así como la ligereza y dureza de las descalificaciones que pronuncian. Y me entristece, por el contraste con la religión a la que dicen remitirse. ¿Qué religión podría hablar tan mal de las personas, sean quienes sean?
Y apena más todavía ver con qué facilidad personas “consagradas” (religiosos, religiosas, sacerdotes) se suben a ese carro de la descalificación, el insulto y el desprecio del adversario político. Y la pena se intensifica cuando se observa que semejantes comportamientos parecen asentarse en la “buena fe”, en la conciencia clara de que estarían “justificados” (y para algunos, nada menos que “en nombre de Dios”). No es infrecuente recibir, vía internet, correos cargados de insultos, descalificaciones y odio, remitidos por personas religiosas, contra personajes políticos o mediáticos que se posicionan de un modo “no cristiano”.
Frente a ese tipo de reacciones “viscerales”, creo advertir en el evangelio de Jesús una llamada a la lucidez y a la bondad. Quizás no sea tan importante lo que defendemos, sino el modo como lo hacemos. Sobre esto quiero, humildemente, sugerir algo.
Me parece tan engañoso como nefasto ver la realidad como una película de “buenos y malos”. Ese esquema, característico del nivel mítico de conciencia, nos lleva a distinguir “los nuestros” de quienes “no son de los nuestros”. Una vez hecha esa diferencia, aunque sea inconsciente, el comportamiento que se deriva es claro: todos los medios valen para defender a “los nuestros”, y todo vale igualmente para descalificar a “los otros”. Lo que se consigue con ello no es, ciertamente, favorecer que crezca la verdad, sino aumentar el enfrentamiento, la crispación y la fractura…, justo todo lo opuesto a lo que realmente somos, y al mensaje del evangelio en el que decimos creer.
La manifestación violenta contra “los otros” –por más que digamos tener “muy buenas razones” para justificarla- sólo es expresión de la propia sombra: No deberíamos olvidar nunca que todo aquello que me crispa del otro está en mí: quien llama a alguien –con tanta crispación- “asesino”, haría bien en descubrir el “yo asesino” que habita en algún recoveco más o menos inconsciente de su interior. Además de la propia sombra, lo que está detrás de ese tipo de manifestaciones es un estado de conciencia mítico y, por eso, marcadamente egoico, es decir, algo que pertenece a las antípodas de lo que Jesús vivió. Frente a todo eso, me doy cuenta de que sólo puedo hacer una cosa: cuidar la paz en mi corazón y ser instrumento de paz en todo momento. No quiero meter más odio, ni siquiera más crispación... Quiero confiar en la Vida y en el Dios de la Vida, que habita también en quienes toman decisiones que no comparto, los cuales no tienen una naturaleza diferente de la mía.
Me viene a la memoria una anécdota, a raíz de los atentados a las Torres Gemelas (otra crueldad aberrante). Un anciano americano estaba hablando con su nieto tras la tragedia del 11 de septiembre y le decía: “Siento como si tuviese dos lobos combatiendo en mi corazón. Un lobo es vengativo, iracundo y violento. El otro lobo es amoroso, capaz de perdón y compasivo”. El nieto preguntó: “¿Qué lobo ganará la batalla en tu corazón?”. El abuelo respondió: “Aquel a quien yo alimente”… Pero el primer paso requerirá -como decía Jean Vanier, el fundador de El Arca- “descubrir el lobo que todos llevamos dentro”.
El evangelio parece advertir que tengamos cuidado para que la indignación espontánea no genere más odio ni resentimiento... Es muy fácil –lo más fácil- sentir odio cuando nos sentimos no aceptados o incluso despreciados, o ridiculizados en nuestras creencias; propagarlo y aumentarlo. Lo realmente humano, sin embargo, es no seguir alimentando más esa cadena –algunos correos de Internet constituyen precisamente “cadenas” que no hacen sino agravar el odio-.
Jesús vivió y enseñó la valoración de la persona, por encima de cualquier otra cosa. Produce tristeza inmensa constatar cómo quienes se dicen sus seguidores se dejan llevar más de su resentimiento –bajo la capa de denuncia justa- que de la Paz del Maestro. Y me parece que no vale argüir que también Jesús mostró su cólera en el Templo o increpó a los fariseos como “raza de víboras”: el primero fue, sencillamente, un “gesto profético”; lo segundo es casi seguro que no lo dijo Jesús, sino que fueron palabras que Mateo puso en sus labios, en la confrontación que la primera comunidad vivió con la sinagoga, a partir de los años 70. En cualquier caso, lo que no se aprecia en Jesús –y así se pone de relieve en el texto que ha dado pie a este comentario- son campañas demoledoras contra quienes discreparan.
En un Foro reciente, con su lucidez y humildad habituales, Joaquín García Roca afirmaba: “Podemos y debemos colaborar en la promoción de una información verídica y sensata, pero no lo lograremos si nos identificamos con unos medios que promueven la agresividad, el insulto y la descalificación sistemática con la quiebra de la sensatez… Cuando se separa la ética de la misericordia, el evangelio se convierte en moral y pierde su vinculación con la persona de Jesucristo. Estamos más preocupados por condenar el aborto que por practicar la misericordia de Dios, más interesados en negar la comunión al divorciado que en anunciar la capacidad de nuevo comienzo que ofrece siempre Dios. Este mensaje no se trasmite en las manifestaciones sino en hombres y mujeres que son narraciones y relatos del Dios vivo” (J. GARCÍA ROCA, Raíces cristianas de la laicidad, en el XXII Fòrum “Cristianisme i Món d'Avui", celebrado en Valencia los días 27 y 28 de febrero de 2010).
Un último apunte para poder ir saliendo de esa trampa tan arraigada como sutil: Quien se crispa –aunque sea debido a su propia sombra-, quien descalifica, quien insulta, quien desea que caiga “fuego del cielo” contra los que “no son de los nuestros”… es siempre el ego. ¿Qué hacer? Probablemente, se requerirá un trabajo psicológico de reconocimiento, aceptación e integración de la propia sombra, para no tomar como “denuncia evangélica” lo que sólo es un conflicto emocional pendiente y no resuelto. Pero habrá que ejercitarse, gracias a un trabajo espiritual, en tomar distancia del propio yo. Mientras alguien se identifique como “yo”, no podrá no sentirse agraviado por lo que perciba como insulto; cuando se ha experimentado que uno no es ese yo, no hay “quien” se sienta afectado ni, por tanto, quien reaccione desde el resentimiento. Sólo entonces es posible el perdón, que hace viable la concordia: lo que admiramos en Jesús de Nazaret.
A quien esté interesado en ese “doble trabajo” –psicológico y espiritual-, le sugiero la lectura de dos libros que he escrito sobre ello:
Nuestra cara oculta. Integración de la sombra y unificación personal, ediciones Narcea.
La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, ediciones Desclée de Brouwer.
Teruel, 21 junio 2010