Cuando tratamos de resolver el enfrentamiento libertad versus determinismo, por lo que poco voy viendo, o mejor dicho, por lo poco que se me va regalando, nuestra respuesta dependerá radicalmente de dónde nos situemos para contestar a la pregunta.
Cuando nos situamos en el yo -en la persona separada- o estado mental, desde la identificación con la mente y sus mensajes, de entrada es habitual experimentar una sensación aparente de libertad de decidir, de control sobre las acciones o reacciones ante los eventos que nos suceden en el presente y de poseer también cierto control sobre los que nos aguardan en el futuro. Así, decidimos cerrar la puerta con llave en lugar de dejarla abierta, elegir la ropa que creemos nos sienta mejor, o beber agua y no coca-cola. Sin embargo, en una indagación más profunda, una posible explicación a estas acciones podría ser la de que hemos cerrado la casa porque creemos que es más seguro, elegimos la ropa creyendo que seremos mejor aceptados, más valorados por los demás, y seleccionamos agua porque creemos que es más saludable, por ejemplo.
Estas creencias mentales de las que tan seguros estamos son, pues, las que realmente controlan nuestras decisiones. Pero, ¿decidimos nuestras creencias libremente? Estas pueden tener su origen en experiencias previas, las opiniones de nuestros padres, el entorno, etc. Estos condicionamientos internos nos hacen, por tanto, repetir una y otra vez nuestras respuestas ante la vida aun sin ser conscientes de ello. De hecho, sin esas creencias grabadas en el subconsciente, nos resultaría imposible tomar decisiones desde la mente; quedaríamos paralizados en la eterna duda, pues la mente bien examinada nunca puede saber nada con certeza: ¿qué es mejor o qué es peor? En los acontecimientos dolorosos a menudo aprendemos más que en los placenteros, por tanto: ¿qué nos conviene? ¿Qué va a ocurrir en el futuro? La mente no sabe, solamente juega a saberlo, especula, pero es todo una ilusión, pues toda creencia es siempre relativa. Sin embargo, al no hacernos conscientes de ese relativismo mental, absolutizamos las creencias intentando que la realidad se ajuste a ellas, constituyendo nuestra principal fuente de sufrimiento: la distancia entre lo que es y lo que debería ser. En cambio, fuera del nivel mental, las cosas son lo que son, sin etiquetas ni juicios. Esto no quiere decir que la mente sea mala o dañina, que sería otro juicio mental más, sino solamente una herramienta adecuada para funcionar en el mundo de los objetos.
Si vamos todavía más lejos, al no tener ninguna certeza, el propio “yo” se convierte en otra creencia más, aunque la hayamos absolutizado aferrándonos a ella. De hecho, cuando silenciamos la mente y tomamos distancia de ella, este se diluye. Pero, incluso dándonos cuenta de ello, desde el estado mental la ilusión perdura debido a la gran inercia que llevamos y al refuerzo que esta idea recibe del exterior.
Otra pregunta interesante sería: ¿nuestros pensamientos son realmente nuestros o sencillamente aparecen? ¿Podemos saber lo que pensaremos el próximo minuto? ¿Sabía hace cinco minutos lo que iba a escribir en estas líneas o simplemente este texto se ha ido escribiendo? Si somos honestos, vemos que tampoco tenemos capacidad para pensar libremente. Luego si no podemos decidir sin condicionamientos y nuestros pensamientos no son libres, la conclusión aparente es que nuestra persona está completamente determinada.
Esta conclusión leída desde la mente puede producirnos cierto agobio. Sin embargo, al salir del estado mental y situarnos en el testigo o estado de presencia, la sensación del yo se diluye y desde ahí podemos, por ejemplo, mover conscientemente cualquier parte de nuestro cuerpo, caminar, sonreír, expresarnos corporalmente con total libertad en cada instante, con total espontaneidad. Fuera de la mente no se experimenta determinismo, sino todo contrario, “no hay quien controle”. Las acciones, los movimientos, brotan en un flujo incesante y espontáneo.
En mi opinión, la Totalidad, el YO, se expresa en la multiplicidad de las formas que lo constituyen -entre ellas nuestros yoes-, y desde el estado de presencia permitimos que esta expresión se haga a través de nosotros, haciéndonos además uno con ella. Desde ahí no tenemos libertad sino que somos Libertad. Esta forma de expresión de la Totalidad mediante el movimiento espontáneo de los seres es, a mi juicio, una de las maneras en que lo hace, pero también creo que los condicionamientos de los que hablábamos, todas las leyes físicas y biológicas que rigen el universo, la relación que existe de todo con todo, el instinto, los pensamientos, las emociones, el arte y quizá también incluso la aleatoriedad son otras maneras igualmente válidas en las que se expresa. En definitiva, no queda nada fuera, ni siquiera lo que nos es aún desconocido. No hay nada que condicione a la Totalidad, aunque sus formas analizadas por separado sí estén condicionadas igual que mi mano no es libre para hacer lo que quiera, sino que está condicionada al resto del cuerpo. El problema surgiría si mi mano tratara de reflexionar acerca de su libertad como ente independiente, ya que entonces se vería determinada, enjaulada, dependiente del resto. Cuando nos sintamos encerrados en el estado mental, la única salida posible es, por tanto, comprender y abandonarlo.
Lo que sí me parece legítimo es que desde la mente, desde la parte y no desde el todo, nos formulemos la pregunta, ahora ya curiosa y no angustiosa, sobre cuáles son las leyes que lo rigen todo y que rigen a nuestro pequeño yo, de qué parte del universo funciona mediante leyes matemáticas, qué parte es simple y pura espontaneidad, qué parte es aleatoriedad, etc. La ciencia, la intuición o la deducción mental tratan de ayudarnos en este cometido. Seguro que poco a poco vamos creciendo en comprensión de los entresijos de este “teatro” en el que nos encontramos inmersos. Pero no como otro instrumento de control, sino porque sí.
Javier Prieto Mateos