No es posible escapar de la Vida.
Nadie puede concebirla como algo “Otro”, distinto del mundo y de sí mismo. Somos la Vida. O, más propiamente, Ella nos es.
No hay que demostrarla; su realidad no precisa ser objeto de sesudas discusiones filosóficas ni de disputas teológicas.
Nadie puede negarla, porque es la misma esencia y realidad de quien la niega. Si no puede ser conocida como un objeto, no es por su lejanía o extrañeza, sino por su absoluta cercanía. ¿Cómo puede el pensamiento comprender Aquello que piensa en él? ¿Cómo el ojo puede ver Aquello que ve a través de todos los ojos y que posibilita y sostiene la visión?…
No es un Ideal supremo que alcanzar, porque todo está permeado por Ella; y Ella, a su vez, no tiene más fin que Sí misma.
No puede ser objeto de un credo, porque lo más evidente y directo no precisa ser objeto de fe.
No requiere de ritos que mendiguen su atención, porque nuestro rito y nuestra petición son ya de hecho una manifestación de la Vida. El único ritual que le es acorde es aquel que la celebra y que, al hacerlo, permite comprender Su íntimo sentido, porque la Vida es una constante celebración de Sí misma.
La Vida no es lo sagrado frente a lo mundano o lo profano, porque la Vida es todo y es indisociable de sus manifestaciones. El vuelo de un ave es sagrado si se sabe ver en él una expresión de la Vida. Una brizna de hierba también lo es, porque su esencia, el Tao, es inmortal. Y no es más sagrado un templo que la intimidad de nuestro dormitorio, la calle por la que diariamente transitamos o un valle sesteando al Sol, siempre que se comprenda que todos esos espacios son símbolos del único Espacio en el que todo acontece: la Vida.
Mónica CAVALLÉ.