Decía en la entrega anterior que los sentimientos son moralmente neutros. Sin embargo, eso no niega que, al menos desde una perspectiva pedagógica, reconozcamos sentimientos “constructivos” y “destructivos”: el amor, la alegría, la paz, la solidaridad, la compasión… formarían parte del primer grupo; el odio, la apatía, la tristeza, el malestar, el egocentrismo… se incluirían en el segundo.
Esa clasificación tiene una finalidad pedagógica, porque nos ayuda a ver que el tratamiento que corresponde a cada uno de esos grupos ha de ser diferente.
En el caso de los sentimientos que hemos llamado “constructivos”, se trata de reconocerlos como reflejo de nuestra verdadera identidad: amor, alegría, paz, solidaridad, compasión…, es lo que somos. Por tanto, cuando tales sentimientos se despiertan o afloran, lo adecuado es permitirnos sentirlos conscientemente e impregnarnos de ellos, sin apropiación, reconociendo que brotan de lo que –más allá de nuestro psiquismo- realmente somos.
En el caso de los sentimientos denominados “destructivos” –aunque en realidad, hablando con rigor, únicamente es destructiva la actitud que lleva a identificarse con (o reducirse a) ellos-, los pasos a realizar serían los siguientes:
- identificarlos, nombrarlos, verbalizarlos,
- dejarse sentirlos,
- aceptarlos,
- no reducirse a ellos,
- comprender (descifrar) de dónde vienen,
- acogerse a sí mismo/a desde un amor incondicional
- y vivirlos desde la identidad profunda.
Con esas claves, se puede favorecer y potenciar el crecimiento psicológico. Porque solo el contacto con los propios sentimientos permite habitarse a sí mismo/a y vivir en el presente.
La lejanía del propio cuerpo y de los propios sentimientos implica distancia de sí y, en último término, distancia de la vida. Es cierto que la lejanía empezó como una huida, y siempre que esta se produjo es porque hubo miedo: el miedo es lo que nos hizo (hace) huir.
Por eso, tendremos que encontrar el modo de “mirar de frente” al miedo –o a cualquier sentimiento del que hemos tendido a alejarnos-, si queremos vivir conectados con nosotros mismos y con la Vida que constituye, en último término, nuestra identidad más profunda.
Y en ese camino, cualquiera puede experimentar –como han enseñado todas las grandes tradiciones espirituales- que es el cuerpo la gran puerta que nos trae al presente. Ejercitarnos en sentir el cuerpo –o en vivir la respiración consciente- es una de las herramientas más eficaces para “volver a casa”.
La conclusión parece clara: ante cualquier cavilación mental o rumiación (con el consiguiente peligro de identificarte con los sentimientos y reducirte a ellos), ante cualquier tendencia a huir (con el consiguiente peligro de represión y rigidez), párate: siente lo que hay, sin dar vueltas, sin contarte “historias mentales”…, o lleva la atención a la respiración.
Acoge el sentimiento que sea, acéptalo, “míralo a los ojos”, permitiéndole estar en tu campo de consciencia, pero sin olvidar en ningún momento quién eres. Consciente de que ese sentimiento no da ni quita nada a tu verdadera identidad: quien realmente eres está siempre a salvo.
Y observa que, tras cualquier malestar, siempre hay un pensamiento erróneo que te estás creyendo, y al que le estás dando poder sobre ti. Por eso, al mismo tiempo que te acoges con el sentimiento doloroso, pregúntate qué pensamiento ocupa tu mente. Descúbrelo y atrévete a decirle: “eres solo un pensamiento; no tienes más poder que el que te da mi propia creencia; no eres real, así que dejo de creer en ti”.
Para verificar el cambio, advierte cómo te sientes cuando quitas ese pensamiento. Y, apoyado en una atención desnuda de pensamientos, permítete descansar en lo que es.