NO-DUALIDAD, MEDITACIÓN Y COMPROMISO
IV. El lugar de la mente y del Silencio
Desde el ángulo en el que me vengo moviendo, podría decirse que la mente y el Silencio constituyen los dos polos de la paradoja humana. Dos polos que se reclaman mutuamente y que están llamados a vivirse sin contraposición alguna. Frente al riesgo de desechar cualquiera de ellos –que implicaría amputar una dimensión fundamental de lo humano–, la sabiduría consiste en (y capacita para) vivirlos de manera armoniosa: mente y Silencio se hallan abrazados también en la no-dualidad. Pero me parece oportuno situar la reflexión sobre ambos polos en el marco de la pregunta acerca de nuestra identidad.
La pregunta ¿quién soy yo? no solo me parece que es el comienzo de la sabiduría, la “puerta de entrada” del conocimiento –“conócete a ti mismo y conocerás el Universo y a los dioses”, rezaba la inscripción del Templo de Delfos–, sino la cuestión capaz de liberarnos de discusiones mentales que nos enredarían en laberintos sin salida.
Ante esa pregunta, la mente se acalla –porque no tiene respuesta adecuada– y, en ese Silencio, puede brotar la comprensión. Es similar a lo que ocurriría, metafóricamente hablando, si, cuando en los sueños que surgen al estar dormidos, pudiéramos preguntarnos: ¿quién es el que sueña?
Por ese motivo, tal como lo veo, me parece que ante cualquier pregunta mental –que tiende a encerrarnos en discusiones tan prolongadas como estériles–, lo adecuado es “retraducirla” a esta: ¿quién soy yo? A diferencia de las otras, esta primera pregunta, de entrada silencia la mente, luego nos resitúa –nos coloca en el “lugar” de nuestra verdadera identidad– y, al resituarnos, toda otra cuestión «cae» en el marco adecuado, por lo que la acogemos con ecuanimidad y, en lugar de una reacción automática, aparecerá la respuesta ajustada. Cuando no es así, fácilmente podremos enzarzarnos en debates interminables que no pasarán de ser meros juegos mentales.
La mente, necesariamente ambigua e incapaz de atrapar la verdad, no puede conducirnos más allá de sí misma. Por más erudita que sea e incluso farragosa en su modo de expresarse, todo lo que surja de ella serán únicamente construcciones mentales, es decir, “mapas”. Es una herramienta preciosa para manejarnos en el mundo de los objetos –de las formas– y para desenmascarar la irracionalidad –este es el gran logro de la llamada “razón crítica”–, pero se revela absolutamente incapaz de responder a la gran cuestión: ¿quién soy yo? En este campo, lo que se requiere es justamente aprender a acallarla si queremos empezar a ver con claridad. Tal como repite Marià Corbí, siguiendo lo que han dicho sabios y místicos de todos los tiempos, “el silenciamiento desde la mente pretende conducir nuestra comprensión hasta llegar a ver con toda claridad que lo que damos por realidad es solo una construcción de nuestra mente”[1].
La mente es un instrumento precioso, una herramienta valiosa, que muestra toda su capacidad cuando se vive en conexión con la consciencia, cuando nace de la atención o del Silencio. De hecho, el requisito previo para cualquier pensamiento creativo es acceder a la Consciencia, gracias a la atención y al Silencio. Cuando es así, consciencia y mente dan lugar a la sabiduría; por el contrario, la mente desconectada de la consciencia (de la atención o del Silencio), en el mejor de los casos, solo podrá ofrecer erudición; en el peor, se convertirá en fuente de confusión, de enfrentamiento estéril y de sufrimiento inútil. Dicho brevemente: el pensamiento lúcido, creativo y constructivo solo puede nacer del Silencio.
Por eso, ante cualquier debate, sobre todo si nos vemos “pillados” emocionalmente –el sujeto de esa sensación siempre es el ego–, el camino adecuado es el de acallar la mente y abrirnos a saborear la Verdad que se oculta en el Silencio. Ahí salimos de la ambigüedad y experimentamos la Plenitud que, constituyendo nuestra identidad, transciende por completo el mundo de las formas y de las construcciones mentales.
Acallar la mente no significa infravalorarla, ni mucho menos dejarla de lado o demonizarla, sino transcenderla. El discurso crítico es imprescindible, pero es imposible poner la seguridad en la mente. Una cosa es la razón crítica, y otra bien distinta absolutizarla, creer que las cosas son como ella las ve.
Frente a la creencia –tan frecuente en nuestra cultura– de que la mente es el criterio último de verdad, me parece importante reconocer su lugar dentro de nuestra naturaleza paradójica. Ello implica utilizar la mente sin absolutizarla. “Es una perversión de la inteligencia creer que la razón lo solventa todo”, escribe con razón el psicólogo italiano Giorgio Nardone. Y Raimon Panikkar recordaba con lucidez que la absolutización de la razón y del individuo constituían los dos grandes mitos del Occidente moderno. Pues bien, el camino habitual para transcender la mente no es otro que la práctica meditativa o contemplativa: el entrenamiento en el silencio mental.
Pero conviene no olvidar el riesgo del extremo opuesto: la desconfianza en la razón o desvalorización de la mente. Cuando esto ocurre, se acaba cayendo en la credulidad pueril o en la irracionalidad peligrosa.
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[1] M. CORBÍ, Silencio desde la mente. Prácticas de meditación, Bubok, Barcelona 2011, p.15.