Creo no exagerar al afirmar que todo etnocentrismo es supremacista, por cuanto coloca lo propio por encima de los demás. Sin duda, caben grados e intensidades diferentes, pero ese talante se halla siempre presente.
En el caso de las religiones, se expresa en la afirmación de que la propia es “la única verdadera”, con lo cual se está descalificando y degradando automáticamente a todas las demás. Desde esa perspectiva, se tilda de herejes a los discrepantes y se asumen actitudes victimistas cuando quienes se creen en posesión de la verdad se sienten criticados.
En el caso de los nacionalismos radicalizados o patriotismos trasnochados, se mantiene permanente la idea de algún tipo de “superioridad” sobre otros pueblos. Se estigmatiza con descalificaciones a quienes no lo reconocen y se recurre al victimismo con el que se tiende a justificar todo. ¿No se encuadraría aquí, tanto el triunfo de Trump con su “America first”, como el resultado del Brexit o cierta propaganda del nacionalismo, sea catalanista o españolista, que incluye mensajes explícitos de desprecio hacia el que no es de los “nuestros”?
La pretendida “superioridad” (moral) da lugar a un tipo de discurso que, con frecuencia, no solo constituye un insulto a la inteligencia, sino un atropello de la verdad de los hechos. Visto desde fuera, resulta patético; sin embargo, como suele ocurrir en el trastorno narcisista, queda oculto al propio interesado.
David Foster Wallace describió esta trampa con lucidez: “El problema de los dogmáticos [de aquellos que, en cualquier campo, absolutizan su creencia confundiéndola con “la verdad”] es la certidumbre ciega, una mente cerrada que equivale a un aprisionamiento tan absoluto donde el mismo prisionero ignora que está encerrado”.
El narcisismo es contagioso, tal vez porque despierta al pequeño narcisista que todos llevamos dentro. Pero, como acabo de decir, se trata de un rasgo que se suele ocultar a los ojos de quien lo padece. Con todo, desde un mínimo de distancia, no es difícil advertir cómo, detrás de proclamas solemnes y de afirmaciones rimbombantes, hay una personalidad narcisista que no ve más allá de sus propios intereses (si bien, previamente, los ha identificado con los de “su” pueblo, “su” iglesia o “su” partido).
El supremacismo, en cualquiera de sus manifestaciones, es la expresión cumbre del narcisismo y revela, de manera nítida, lo que es el funcionamiento egoico. Es el ego quien ha tomado el mando: desde él se hacen las lecturas de la realidad –de ahí que suelan resultar tan dolorosamente deformadas y tan alejadas de la unidad- y de él nacen también los comportamientos y las conductas que generan enfrentamiento y fractura, hasta extremos insoportables, en particular cuando son igualmente egoicas las dos partes en conflicto.
Donde hay identificación con el ego –que se plasmará siempre en narcisismo (religioso, político, cultural…)–, habrá confusión y sufrimiento. Todas las tradiciones sapienciales, de todo tiempo y latitud, han mostrado que la liberación viene de la mano de la comprensión de quienes realmente somos. Son ellas las que han advertido que la causa de todo el mal que nos hacemos y hacemos a otros nace de la ignorancia, entendida como inconsciencia acerca de nuestra verdadera identidad. El problema original del narcisismo es la ignorancia –que se traduce rápidamente en ceguera–: ha quedado amarrado en un nivel egoico de consciencia y, con ello, en un estado hipnótico, que le lleva a tomar como real la perspectiva limitada que ese mismo nivel permite ver. Y como de cualquier otro problema, no será posible salir de él nada más que gracias a la comprensión de lo que realmente somos.