El dolor del mundo, en todas sus variadas formas, y de un modo particular la injusticia contra los inocentes, nos descoloca. ¿Qué sentido tiene tanto sufrimiento? ¿Qué podemos hacer frente a ello?
Lo que deseo compartir en estas líneas no es tanto lo que tengamos que hacer frente a él –cada cual verá a qué se siente llamado-, sino el que me parece ser el modo adecuado de acoger y vivir esa realidad innegable.
Para empezar es bueno hacerse consciente de aquello que la presencia del dolor despierta o provoca en mí. Hacerlo consciente implica también aceptar y acoger todos esos sentimientos: son involuntarios y tienen una razón de ser. Solo después de esa aceptación primera podré abrirme a cuestionarme acerca de los mismos: ¿los siento ajustados o coherentes con la realidad? Y ahí puedo disponerme a escuchar la respuesta que –inmediata o no- pueda aparecer.
Si entre ellos aparece dolor, es probable que ese sentimiento tenga una tarea importante que cumplir en mí. Acogido tal como lo sienta, sin añadir ninguna historia mental a su alrededor, el dolor puede ir haciendo espacio en mi interior, generando un hueco cada vez mayor que, desalojando al ego, será ocupado por la compasión. Entonces será posible que sea la compasión quien reoriente mis actitudes y mi comportamiento.
Con todo, dadas las inercias mentales, me parece importante proponer alguna cautela.
La primera de ellas consiste en mantener la lucidez para no convertir el dolor en sufrimiento. Cuando eso ocurre, ya no es el dolor del mundo el que me duele, sino lo que –consciente o inconscientemente- he proyectado sobre él. Incluso con la mejor intención, puedo pensar que sufro intensamente por los otros, cuando en realidad tal sufrimiento lo está creando mi mente, a partir de material inconsciente no resuelto.
Eso ocurre cuando me niego a aceptar la realidad sencillamente porque no “casa” con mis esquemas o porque me frustra el modo como se presenta. Puede acontecer también cuando el dolor que percibo en el mundo toca algo herido o no elaborado en mi interior. Es mi propio problema activado lo que puede introducirme en una espiral de sufrimiento, que incluso soy capaz de enmascarar creyendo que está causado por el dolor ajeno. El sufrimiento siempre es por uno mismo…, y siempre es producido por la ignorancia básica acerca de quienes somos.
Frente a una trampa, tan frecuente como peligrosa, es urgente reconocer que todo sufrimiento –frente al “hecho bruto” del dolor, este va acompañado de resistencia y de cavilación mental- es provocado por la mente no observada; nace como consecuencia de las interpretaciones o etiquetas mentales que sobreimponemos a la realidad.
Si acallamos la mente, notaremos que el sufrimiento también se silencia. Y afrontaremos el dolor, propio y ajeno, de modo diferente. Tal vez nos venga bien recordarnos que –en contra de cierta tendencia “sensiblera”- nuestro sufrimiento no beneficia a nadie ni alivia a quien padece cualquier tipo dolor.
Frente a la realidad del dolor del mundo, acogido nuestro genuino sentimiento de compasión y de solidaridad para vivirnos desde él, me parece importante señalar otra cautela. Es la que se refiere a la tentación de omnipotencia, tan del gusto del ego. Tentación que, en ocasiones, suele ir acompañada de sentimientos de culpabilidad o auto-reproche, como consecuencia de aquel mensaje mental que nos advierte que no hemos hecho todo lo que “deberíamos hacer”.
Desactivado el sufrimiento estéril y desenmascarada cualquier culpabilidad arraigada, recuperamos la lucidez para situarnos conscientemente ante la realidad. Y sabedores también de que el dolor del mundo es “reflejo” de nuestros “desajustes” internos, nos comprometeremos en nuestra propia transformación. Solo de un interior pacificado nacerá un mundo en paz; de un interior “ajustado” surgirá un mundo regido por la justicia.