“Quiero aprender cada vez mejor a ver lo necesario de las cosas como bello; así seré de los que vuelven bellas las cosas. ¡«Amor fati»: que ese sea en adelante mi amor! No quiero librar batalla a lo feo. No quiero acusar, no quiero ni siquiera acusar a los acusadores. ¡Apartar la mirada: que esta sea mi única negación! Y, en definitiva, y en grande, ¡quiero ser, un día, uno que solo dice sí!”.
La última frase de ese texto de La gaya ciencia, del lúcido y penetrante filósofo Friedrich Nietzsche constituye, a mi modo de ver, uno de los modos más acertados de expresar lo que es un modo de vida sabio: «ser uno que solo dice sí».
Si se entiende bien, me parece evidente que el camino de la sabiduría –de la espiritualidad– es un camino de aceptación. Porque lo decisivo es el desde dónde nos vivimos y actuamos, es decir, el dónde estamos posicionados. Y, básicamente, solo se puede estar en dos “lugares”: en el “sí” o en el “no” a la Vida. La sabiduría nos sitúa siempre en el primero de ellos.
Situarse ahí significa que hemos comprendido que somos uno con la totalidad –con la propia Vida– y nos reconocemos alineados con ella. El “no”, por el contrario, es sinónimo de resistencia, constricción, retorcimiento y, en último término, ignorancia: porque nace de la creencia de que la Vida –la Totalidad– es algo separado o incluso enfrentado a nosotros, que deberíamos domeñar.
Tal vez, una metáfora que lo expresa adecuadamente es aquella del río y los remolinos. En su ignorancia, el remolino puede percibirse como separado de la corriente del río, que ve incluso como amenaza de la que debe defenderse y contra la que ha de protegerse. La realidad, sin embargo, es bien distinta: el remolino no es sino la misma agua del río que, temporalmente, ha adoptado la forma en la que ahora se encuentra. En cuanto lo comprenda, abandonará la resistencia –y el sufrimiento que esta siempre conlleva– y podrá fluir en libertad.
Lo que ocurre es que la mente no puede situarse en el “sí” –ni nosotros mismos mientras permanecemos en el estado mental– porque, de acuerdo con el guion por el que se rige, no puede renunciar a la resistencia. Tal guion es sencillo de formular: la vida debe responder a mis expectativas. Cada vez que eso no se cumple, aparece la frustración, el sufrimiento y la resistencia, que no hará sino incrementar la confusión. Mientras estamos identificados con el yo no podremos salir de ese “lugar”, de la confrontación con lo real.
Pero hay más. No solo es que no pueda vivir en el “sí”, sino que además confunde la aceptación con la resignación, por lo que tiende a rebelarse incluso violentamente en cuanto escucha hablar de aceptar.
Pero la aceptación no tiene nada que ver con la resignación; de hecho, es su opuesto. Resignarse significa claudicar; aceptar es alinearse con lo real, y lleva siempre consigo un dinamismo que se traduce en movilización y acción adecuada, más creativa y eficaz que cuando actuamos desde la frustración.
La aceptación –vivir en el “sí” a lo que es– trae de la mano paz, consuelo y acción justa. Porque tal acción no nace de los intereses del ego ni de las expectativas de la mente, siempre alicortas y miopes, sino de la propia Vida que se expresa, a través de la persona, de manera libre y desapropiada.
Y la aceptación trae también consigo gratitud. Hasta el punto de que me atrevería a reformular la afirmación nietzscheana con un dicho repetido por otro hombre sabio, Thích Nhất Hạnh: “Por todo lo que ha sido, GRACIAS; a todo lo que venga, SÍ”.
Entre el “GRACIAS” y el “SÍ” discurre la vida sabia.
¡FELIZ AÑO 2019!
URTE BERRI ON!