En el camino espiritual, como en cualquier otra dimensión de nuestra existencia, es habitual que nos topemos con numerosas dificultades. Desde mi experiencia particular, de aquello que me ha tocado vivir hasta ahora, lo poco que he sido capaz de superar con sensación de crecimiento personal ha venido siempre acompañado de momentos de comprensión –una comprensión honda que se regala y que va más allá del mero entendimiento mental-.
He podido percatarme de que los conflictos más dolorosos guardaban un denominador común: trataba de vivir y resolver los problemas y preguntas desde un determinado nivel de conciencia –el mental-, cuando lo cierto es que únicamente pueden resolverse desde otro diferente. En concreto, trataba de abordar desde la mente –en lo que vamos a denominar nivel de conciencia mental o estado mental- dilemas que no es que se resuelvan cuando tomamos distancia de ella -en lo que podríamos designar como nivel transmental o estado de presencia-, sino que en este nivel directamente están desprovistos de “sustancia”, por lo que más que resolverse, me parece más ajustado decir que se disuelven. El secreto, o incluso el arte, consiste, a mi juicio, en discernir desde dónde estoy respondiendo a eso que la vida me plantea, a la par que crecer en comprensión acerca de cómo funciona la mente, cuáles son sus límites y cuándo es conveniente que operemos con ella y cuándo no.
En lo que coloquialmente suelen llamarse “ambientes espirituales”, no es extraño que se persigan objetivos como la aceptación, el cese del juicio, el desapego etc. Sin embargo, cuando la vida nos trae algo que nos desagrada, que nos altera o que simplemente desearíamos que fuera de otra manera, es común que nazca en nosotros un sentimiento de malestar al vernos así; nos decepcionamos al considerar que, después de llevar ya algún trecho recorrido, no deberíamos haber sido alterados de esa forma, y nuestra autoestima decae. Para no deteriorar nuestra propia autoimagen es habitual que tratemos de “forzarnos” a aceptar, a decir que “todo está bien” para eludir nuestro rechazo a nuestra propia reacción o incluso que busquemos culpables fuera de nosotros. Todo ello no hace sino incrementar aún más nuestro sufrimiento y frustración, haciéndonos entrar en un círculo vicioso. Lo digo desde la experiencia de haberlo vivido muchas veces y con la seguridad de que son unas cuantas las que me quedan aún por vivir.
¿Cómo salir entonces de este callejón sin salida? En mi opinión, lo que sucede es que “le pedimos peras al olmo”. La naturaleza de la mente es juzgar; ordenar la realidad separándola, analizándola y estableciendo etiquetas en ella. Cuando nos encontramos en el estado mental -en mi caso, a día de hoy, la mayor parte del tiempo-, a los ojos de la mente todo será vivido inevitablemente como “bueno” o “malo” en función de nuestras creencias y de nuestro sentido de identidad. Desde ahí todo nos afirma o nos debilita. Si habíamos construido una identidad ideal en la que nos visualizábamos aceptando y sin juzgar, la mente habrá etiquetado la reacción de la que hablaba antes como negativa, ya que resulta contraria a la idea que me había hecho de mí mismo, quedando, pues, mi identidad y mi sentido del yo actual en entredicho.
Sin embargo, si tomamos distancia de la mente y en ese estado de presencia nos entregamos a atestiguar (observar) nuestra reacción, hablar de juicio o etiquetas carece de sentido; desde ahí todo es aceptado sin esfuerzo, incluida nuestra reacción, porque ahí somos aceptación, y lo que la mente catalogaba como bueno o malo es abrazado en un Silencio mental donde las etiquetas se han desvanecido.
Observar desde qué nivel estamos reaccionando y, sobre todo, comprender lo que podemos pedirle a cada nivel se torna a mi manera de entender, por tanto, crucial. En definitiva, la comprensión. Siempre la comprensión.
Javier Prieto Mateos.