La foto de la tortuga me ha recordado un cuento que Tony de Mello aplicaba al amor: Un niño sintió que se le rompía el corazón cuando encontró, junto al estanque, a su querida tortuga patas arriba, inmóvil y sin vida. Su padre hizo cuanto pudo por consolarlo: «No llores, hijo. Vamos a organizar un precioso funeral por la señora Tortuga. Le haremos un pequeño ataúd forrado en seda y encargaremos una lápida para su tumba. Luego le pondremos flores todos los días y rodearemos la tumba con una cerca». El niño se secó las lágrimas y se entusiasmó con el proyecto. Cuando todo estuvo dispuesto, se formó el cortejo –el padre, la madre, la criada y, delante de todos, el niño- y empezaron a avanzar solemnemente hacia el estanque para llevarse el cuerpo, pero este había desaparecido.
De pronto, vieron cómo la tortuga emergía del fondo del estanque y nadaba tranquila y gozosamente. El niño, profundamente decepcionado, se quedó mirando fijamente al animal y, al cabo de unos instantes, dijo: «Vamos a matarlo». La consecuencia que saca Tony no puede ser más reveladora: «En realidad, no eres tú lo que me importa, sino la sensación que me produce amarte».
Vivimos, hoy más que nunca, a golpe de impacto. Si el telefilm no tiene bastante sangre, cuerpos destrozados, dosis suficientes de sexo y una música y ritmo trepidantes, es “lento, aburrido, plano”. Si para el fin de semana no hay plan fuera de casa, o las vacaciones son en el pueblo o fuera del ruido del complejo turístico, nos resulta tiempo perdido. Y así el silencio del día a día, el sentir pasar el tiempo, la charla sosegada, nada tienen que hacer ante el frenético estar colgado del Smartphone o la Tablet.
Hemos convertido los acontecimientos de la vida en otra droga más o menos blanda. No amamos a las personas, el paisaje y la vida (la tortuga) si estos no nos hacen descargar adrenalina, sino las sensaciones más o menos trepidantes que nos provocan. Y estamos dispuestos a acabar con ellas (matar a la tortuga, a la que decíamos amar) para volvernos a “sentir vivos” a base de descargas provenientes del exterior: un divorcio, una aventurilla sexual, un deporte de riesgo, una litrona, un intercambio de parejas, qué sé yo.
La desconexión con lo quieto y lo profundo de nosotros mismos provoca muchas locuras en la gente de hoy. Pues la alegría no está en el qué sino en el cómo. No en el correr ni huir ni en la vorágine de sensaciones, sino en el saborear el mar que desde siempre llevamos dentro. Así lo expresaba Ignacio de Loyola: «No el mucho saber harta y satisface en ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente».
Pedro Miguel LAMET, en Revista 21 (agosto-septiembre 2014) p.55.