El miedo nace del “cruce” del tiempo y de la mente: el miedo es creado por la mente, a partir de algo que recuerda -y sobre lo que cavila- o adelantándose a lo que pueda suceder, a través de la proyección.
En cuanto sentimiento “limpio”, el miedo es una emoción que nos “alerta” frente a algo percibido como peligroso o amenazador. Sin embargo, cuando somos atrapados por él, suele aparecer el “miedo al miedo”, paralizador y angustiante.
La liberación radical del miedo no vendrá de la mente, sino justamente de la capacidad de silenciarla, tomando distancia de sus mensajes repetitivos, y viniendo al presente, como modo de abortar el recuerdo obsesivo y la proyección imaginada.
El sujeto del miedo es el yo. Desde su fragilidad, vulnerabilidad y, en último término, inconsistencia, no puede sino vivir bajo el temor, a pesar de todos los recursos a los que suele acudir para protegerse.
La liberación del miedo pasa, por tanto, por la comprensión, que permite ver el error de identificarnos con el yo. Solo en la medida en que comprendo que no soy el yo, podré verme libre del miedo que me acompaña desde mi nacimiento ya que, como dijera Thomas Hobbes, “el día que yo nací, mi madre parió gemelos: yo y mi miedo”.
Cuando nos liberamos del miedo, empezamos a saborear la libertad: cae la búsqueda enfermiza de consuelo y ya no hay necesidad de dioses. Liberados de la identificación con el yo, nos comprendemos y reconocemos como plenitud, aquella plenitud que nuestra mente -desde la identificación con el yo- había siempre situado “fuera”.
Pedagógicamente, para avanzar en la liberación de tal identificación, resulta eficaz ejercitarse cotidianamente en una práctica muy concreta: amar lo que es. Antes de dejarnos llevar por cualquier juicio mental o “etiqueta” que nuestra mente coloca a lo que sucede o aparece en nuestra existencia, la sabiduría invita a amar todo ello, como camino para alinearnos con lo real, vivir la aceptación profunda y, de ese modo, reconocer experiencialmente que somos uno con todo lo que es.
Amar lo que es no tiene nada que ver con la resignación, la claudicación o la indiferencia…, sino con la sabiduría. Al amar lo que es, se entra en un camino de aceptación, actitud sabia entre los extremos de la resistencia y de la resignación. Ahí se descubre que la propia aceptación se halla dotada de un dinamismo que hará que nos comprometamos en cada momento en la acción adecuada.
Gracias a esa práctica, es posible pasar de la identificación con el yo a la comprensión de la consciencia que somos. Es por tanto un ejercicio de poner consciencia, tal como pedía Rabindranath Tagore: «Que en la algarabía de nuestras tareas sin fin no cese de resonar en el fondo de nosotros, como emitido por un instrumento de cuerda única, este constante llamamiento: ¡Oh! ¡Despierta! ¡Sé consciente!».