Semana 26 de febrero: SENTIMIENTOS Y CRECIMIENTO PERSONAL (II)

Sensibilidad es capacidad de vibrar

         Si tuviéramos que resumir en una sola palabra lo que es común a la sensación, al sentimiento y a la emoción, esa palabra sería “vibración”. En todos esos casos, nuestro cuerpo vibra a diferente intensidad, según lo que se halla en juego. Un cuerpo vivo es un cuerpo vibrante, tanto en el registro “positivo” (agradable) como en el “negativo” (doloroso); una persona “viva” es la que se halla en contacto consciente con lo que bulle en su interior.

         Sensibilidad es, pues, capacidad de vibrar, pero esa capacidad es deudora de la historia psicológica del sujeto, del “color” y de la intensidad de los fenómenos que han quedado registrados en ella. Como consecuencia de esa historia, la sensibilidad ha podido quedar congelada/endurecida, hipersensible o armoniosamente vibrante. 

         Ante el sufrimiento emocional reiterado, en el niño se activa un automático mecanismo de defensa, por el que endurece su cuerpo, entrecorta la respiración –que pasa de ser diafragmática a torácica- y se sitúa en la cabeza, poniendo en marcha un funcionamiento cerebral caracterizado por la “rumiación”. En ese proceso, su sensibilidad queda congelada o endurecida; se ha reducido, minimizado o incluso prácticamente anulado la capacidad de sentir.

         El sufrimiento emocional reiterado provoca también heridas que dejan huella en el psiquismo, convirtiéndose en “focos” de perturbación, que generan en la persona una hipersensibilidad exagerada o, en el otro extremo, una sensibilidad congelada o bloqueada. En ambos casos, el sujeto tenderá a reaccionar de una manera habitualmente desproporcionada ante los diferentes estímulos de la vida cotidiana.

         Cuando la historia afectiva del niño ha sido “sana”, la sensibilidad se halla en condiciones favorables para poder vibrar de un modo ajustado, reflejando adecuadamente –en el “doble registro”, placentero o doloroso- la vivencia de la persona que, siempre en contacto con sus sentimientos, se percibe vibrante y armoniosa.

         En el estado de rigidez (o congelación), el cuerpo se encuentra igualmente rígido y es la mente la que asume un papel protagónico. En el de hipersensibilidad, el cuerpo participa de la misma inquietud y la persona se vive “a flor de piel”. En ambos casos, la persona se halla lejos de lo mejor de sí y, esclava de sus miedos y/o defensas, sufre los vaivenes emocionales, alternando momentos de caos con otros de rigidez.

Se requiere una sensibilidad mínimamente sana y vibrante para que la persona pueda acceder a su dimensión más profunda, donde encontrarse con su propio centro integrador. Al anclarse en él, tanto la mente como la sensibilidad dejan de monopolizar el funcionamiento de la persona, situándose ambos en el lugar que les corresponde dentro del conjunto unificado del psiquismo humano.