Josean Villalabeitia, en Mundo Negro, febrero 2017
Mis alumnos no dejan de sorprenderme, aunque en asuntos de religión creo que los tengo ya un poco calados. Es sencillo. Por lo general se muestran combativos frente a las costumbres de sus abuelos, pero les seduce cualquier otra manifestación religiosa, sobre todo si es exótica, rara o desconocida por estos lares. Cuando proponemos en clase algún trabajo de grupo o exposición oral, nunca faltan las energías, chacras, karmas, reencarnaciones y temas por el estilo.
Estaba convencido de que eran más bien, cosas de jóvenes secularizados y un poco atolondrados hasta que, hace poco, en un conocido monasterio me percaté de mi error. Compartí mesa de hospedería con una persona de cierta edad que hablaba de la energía que desprendía el lugar, que parecía colocarle en una situación espiritual privilegiada. Algo iba a comentar yo al respecto cuando otro comensal confirmaba la experiencia, a la vez que citaba otros manantiales energéticos espirituales más potentes. Se trataba de gente bastante más madura que mis alumnos, y suficientemente implicada en asuntos religiosos como para frecuentar conventos y rincones parecidos. La cosa era como para preocuparse.
Casi todas las corrientes pseudomísticas coinciden en varios puntos. Si no aseguran vivencias fuertes no interesan; y tienen que garantizar sentirse bien, sin tensiones. A menudo ofrecen técnicas cuasimilagrosas, con efectos increíbles sin apenas otra condición que practicarlas al pie de la letra. Y no suelen llevar aparejado compromiso alguno hacia los demás, o para transformar el mundo. Recomiendan, sencillamente, una suerte de ‘abstinencia ética’ que las vuelve cómodas de practicar. Pero lo que mejor las caracteriza es el lugar de honor exclusivo que reservan al individuo, al yo, que se erige en el único dios que, según sus criterios, merece entrega absoluta. Nos hallaríamos así ante un ‘monoteísmo yoico’, exacerbada forma de ‘autoreferencialidad’.
Conocida es la interpretación del filósofo que entendía la religión como religación; pues bien, en este caso sería religación con uno mismo, una manifestación más del omnipresente narcisismo contemporáneo, cuya expresión más evidente quizás sean los selfies y las redes sociales. Parece novedosa esta corriente de espiritualidad, pero en realidad participa de un fenómeno muy conocido: la ‘comprensión espiritualista de la religión’. La misma que, dicen, promovía la norteamericana CIA entre las comunidades cristianas latinoamericanas para contrarrestar el compromiso social al que las empujaba la Teología de la Liberación. La misma que anima a tantas iglesias independientes africanas, entretenidas y felices con sus danzas, mientras la injusticia campa a su alrededor.
A los cristianos aficionados a estas corrientes espiritualistas, egocéntricas y moralmente aletargadas, habría que recordarles la pregunta que la Biblia lanza en sus primeras páginas: “¿Dónde está tu hermano?”, para cuya búsqueda el rey de la parábola del juicio final aporta una pista sugerente: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis”. De ahí la condena de Epulón, ciego ante las penurias de Lázaro; o la de los funcionarios religiosos de la parábola del Buen Samaritano, que anteponen sus deberes de culto al socorro del malherido.
La humanidad ha tratado de buscar a Dios en sitios diversos, pero nuestra fe cristiana lo ha encontrado siempre en el hermano. Los creyentes seguimos el ejemplo del Hijo de Dios, que predicó la solidaridad, el amor servicial al pobre y al necesitado, la lucha contra la injusticia y la miseria. Por eso admiramos a los que se han distinguido por su entrega generosa a los demás. Todo lo que nos distraiga de este objetivo fundamental tendría que resultarnos sospechoso, por lo menos. Y es que alejarse del prójimo, de sus necesidades y solicitudes, para enrocarnos en nuestro interior, en nuestra plenitud personal, en nuestra propia felicidad, puede que resulte agradable y hasta fascinante, pero no es cristiano.