Elena Sanz, en el diario El Mundo, 5 de septiembre de 2018.
http://www.elmundo.es/vida-sana/bienestar/2018/09/05/5b8916a9468aebc6198b4674.html
Cuando en la última edición de los premios Goya Isabel Coixet subió al escenario para recoger el premio al mejor guion adaptado por ‘La librería’, consiguió que el público prorrumpiera en aplausos y vítores con la frase que cerraba su discurso. «Sobre todo, gracias a mi madre, porque cuando yo era pequeña y me escaqueaba de las cosas de casa y no fregaba, mi padre se ponía un poco enfermo, pero mi madre siempre le decía: tú deja a la niña que lea, que para algo le servirá», concluía la cineasta española, visiblemente emocionada.
Es de bien nacidos ser agradecidos, dice el refranero en apoyo a la actitud de Coixet. Y de personas sanas, se podría añadir sin temor a exagerar. Como la envidia, la cooperación, la admiración o los celos, la gratitud es un aspecto cotidiano de la interacción social. Sólo que ser agradecidos, además, tiene beneficios a corto y a largo plazo en quien lo experimenta. Diversos estudios indican que la gratitud mejora la respuesta del organismo frente a las enfermedades, nos hace más resistentes a la inflamación y a los fallos cardíacos, ayuda a conciliar el sueño y a dormir a pierna suelta, reduce el estrés y la ansiedad, aumenta la satisfacción vital, dispara el optimismo e incrementa las ganas de hacer ejercicio físico.
A esta larga lista de bondades se le suma que, cada vez que nos paramos a expresar por qué nos sentimos agradecidos, en la sesera se dispara la producción de dopamina y serotonina. Con un efecto equiparable, dicen, al de ciertas píldoras antidepresivas. Pero más duradero. Basta escribir una sencilla carta de agradecimiento para que nuestro cerebro experimente cambios que pueden durar hasta tres meses. Ahí es nada.
EXPLICACIÓN CIENTÍFICA
Para dar con las bases neurológicas y fisiológicas del poderoso efecto de la gratitud, Glenn Floss, Antonio Damasio y otros neurocientíficos de la Universidad de California del Sur (EEUU) diseñaron hace un par de años un interesante experimento. Habían tenido acceso al mayor repositorio de testimonios filmados de supervivientes del Holocausto, y decidieron seleccionar aquellos en los que los protagonistas destacaban haber recibido ayuda o regalos de extraños que en muchos casos marcaron la diferencia entre la vida o la muerte. Unas veces era un simple mendrugo de pan. Otras, un escondite que le ofrecía un completo desconocido para ponerse a salvo durante las cacerías nazis. Eran acciones que generaban un sentimiento de agradecimiento infinito. Con esas historias en la mano, redactaron en segunda persona aquellas experiencias sin saltarse ni un detalle y le pidieron a una serie de sujetos que imaginaran, a día de hoy, que ellos eran los receptores de esa ayuda. Mientras lo hacían, se pusieron a escudriñar sus seseras con un escáner.
Las imágenes ofrecidas por la resonancia magnética no dejaron lugar a dudas. En todos los casos, la gratitud activaba la corteza prefrontal medial en áreas relacionadas con el razonamiento moral, recompensa y la cognición social. «En el lóbulo frontal, justo donde los dos hemisferios se encuentran», aclaraba Glenn Foss. Lo que es más, la intensidad con la que se encendían las neuronas era mayor cuanto más agradecimiento expresaba el sujeto al ponerse en la piel de aquellos supervivientes del Holocausto.
Lo que también quedó patente para Foss y sus colegas es que los mecanismos de la gratitud no coinciden con los de la felicidad. Y es normal. La gratitud es distinta de la dicha porque surge a partir de las acciones de otro individuo. Acciones, normalmente, generosas. Agradecer es reconocer lo que otros nos dan. Por lo tanto, mientras podemos experimentar felicidad de manera solitaria, se necesitan al menos dos personas para sentirse agradecido. Es una experiencia intrínsecamente social. Por eso las neuronas que se activan con la gratitud coinciden con las que nos generan placer al socializar. Y están conectadas con otras que regulan la emoción a un nivel básico, incluyendo los niveles de dolor, estrés o el ritmo cardíaco.
MÁS AUTOCONTROL
Para más inri, otra investigación realizada desde las universidades de Harvard, California y Northeastern demostraba que experimentar gratitud reduce la impaciencia y aumenta el autocontrol. Una combinación infalible para conseguir lo que nos proponemos, tomar decisiones adecuadas y serenas, y resistirnos a hábitos dañinos como el tabaco o el consumo de alimentos que causan obesidad.
Si además de sentirnos agradecidos, pronunciamos la palabra «gracias», el impacto es todavía mayor, según sacaba a la luz el año pasado la revista Review of Communication. Especialmente en lo que concierne a las relaciones con los demás. Existen pruebas indiscutibles de que nuestras relaciones personales mejoran de una forma cualitativa cuando no escatimamos a la hora de dar las gracias. «Del mismo modo que periódicamente estimulamos nuestro sistema inmune con ayuda de vacunas», proponen Stephen M. Yoshimura y sus colegas, «deberíamos darle un empujón a nuestras relaciones expresando sistemáticamente gratitud».