A punto de iniciarse un nuevo año litúrgico (Ciclo C) –el día 2 de diciembre será el I Domingo de Adviento–, me ha parecido oportuno volver a enviar cada semana el comentario a la lectura evangélica del domingo siguiente. Es algo que hacía gustosamente desde el año 2008, y que más tarde interrumpí cuando la editorial me pidió la publicación del comentario diario a los tres Ciclos (2015-2018). Concluido ese compromiso, a partir de la próxima semana (día 25 de noviembre), volveré al envío del comentario del evangelio dominical.
Con estos comentarios, trato de alcanzar el sentido profundo de los textos, lo cual requiere superar la lectura literalista y moralizante que con frecuencia se ha hecho de los mismos. Me parece que esa lectura reduce la riqueza del evangelio a un conjunto de “anécdotas” del pasado y a una serie de “recetas morales” que no tienen demasiado sentido cuando no se viven desde la comprensión. Un texto sabio, como es el evangelio, no nos dice qué hacer, sino desde dónde vivir.
Comprender el evangelio adecuadamente requiere, sin duda, conocer lo que aportan los estudios críticos más fundamentados. Y en este sentido la exégesis ha realizado y sigue realizando un trabajo admirable. Pero ni siquiera eso es suficiente: la lectura profunda del evangelio –como de todo texto de sabiduría–, que permita alcanzar la riqueza que contiene, requiere también situarse en la condición atemporal del mismo. Se trata, en concreto, de una lectura que se acerca al texto desde una doble perspectiva: por un lado, como si hubiera sido escrito hoy mismo; por otro, desde la convicción de que todo texto sabio está leyendo en cada momento nuestra propia vida.
Tal vez, esas afirmaciones puedan sonar extrañas o incluso exageradas a algunas personas. Sin embargo, me parecen plenamente ajustadas: en primer lugar, porque la sabiduría, por definición, es siempre atemporal –afecta a aquello que no cambia, lo que permanece más allá de la movilidad de las formas– y, en segundo lugar, porque “Eso” que no cambia constituye justamente nuestra verdad más profunda. La conclusión es sencilla: todo texto de sabiduría –también el evangelio– lee lo que somos. Y ello explica precisamente los “ecos” o “resonancias” que, a poca apertura que tengamos, provoca en nuestro interior. Parafraseando al pensador judío Franz Rosenzweig (1886-1929) –él lo aplicaba a la Biblia–, bien puede afirmarse que el evangelio y nuestro corazón dicen la misma cosa.
La razón es simple: la sabiduría es solo “una”, transciende el tiempo y apunta siempre al fondo último de lo Real. Lo cual implica algo más: nunca podremos llegar a la sabiduría solo pensando, sino viviendo, saboreando y comprendiendo Eso que somos. Desde la mente podremos entender muchas cosas acerca del evangelio, pero solo con ella nunca accederemos a la sabiduría que contiene.
Desde estas claves siento el gusto de seguir ofreciendo semanalmente el comentario a la lectura evangélica de cada domingo, con un doble objetivo: mostrar la “coherencia” y sintonía entre nuestras búsquedas y la sabiduría de Jesús (y del evangelio) para, al mismo tiempo, vivir la liberación y plenitud que aporta la comprensión de lo que realmente somos.