Juan José Millás, en El País, 24 de mayo de 2019.
Leo a mi nieto un libro infantil titulado Los contrarios. A medida que avanzo, me doy cuenta de que estoy introduciendo en su cabeza el pensamiento binario que tanto nos ha hecho sufrir a lo largo de la Historia. Digamos que le parto el corazón sin que él se dé cuenta. Yo mismo no reparo en ello hasta la página catorce o quince. Ahí estamos los dos, en fin, cada uno en su papel, dóciles y obedientes como ovejas que pastan tras la valla. Cerca / lejos. Dentro / fuera. Arriba / abajo. Delante / detrás. Grande / pequeño. Largo / corto. Ancho / estrecho. Seco / mojado. Caliente / frío. Duro / blando. Lento / rápido.
Las ilustraciones no dejan lugar a dudas sobre la existencia de los contrarios, pero resulta imposible averiguar dónde termina lo pequeño y comienza lo grande, por ejemplo, pues no están dibujados sus límites. La frontera es un lugar confuso para el pensamiento infantil, incluso para el adulto. De ahí las concertinas. De ahí Trump. De ahí el sentimiento nacional. De ahí el otro, lo otro. Cuando cerramos el cuento, el crío salta de mis rodillas con el corsé de la cultura un poco más ceñido en su mente de lo que lo estaba cuando se subió. Más apretado. Su capacidad de deducción le conducirá con el tiempo a la creación de nuevas dicotomías culturales. Joven / viejo. Hombre / mujer. Nacional / extranjero. Blanco / negro. Rico / pobre. Sabio / ignorante. Le ayudarán en la construcción de este pensamiento disociado los libros de texto, los periódicos, la tele, la radio, las revistas. El mundo, en su cabeza, se conformará como un juego de oposiciones, no como una posibilidad de encuentros. Aunque tal vez un día, de mayor, revisando los textos de su abuelo muerto (muerto / vivo), dé con esta columna y se detenga a meditar unos instantes.