“Hay una sola Realidad. Pero no la vivimos directamente, sino a través de la mente, y la mente la fracciona: cuando la ve dentro, la llama «yo»; cuando la ve fuera, la llama «mundo»; cuando la ve arriba, la llama «Dios»” (Antonio Blay).
Las actitudes y conductas humanas son deudoras del nivel de comprensión en el que cada persona se encuentra. Aunque sea un tanto simplista, en cierto modo podríamos hablar de dos niveles o estados de consciencia: el “estado mental” y el “estado de presencia”. El primero está regido por la identificación con el yo o ego, que implica reducción a la mente y absolutización de su modo de ver. El segundo, por el contrario, requiere, de entrada, una toma de distancia de la mente, que se traduce en una –mayor o menor– desidentificación del yo. Pues bien, según predomine en una persona uno u otro de esos estados, sus actitudes y conductas vendrán coloreadas por el ego más o menos narcisista –ego es sinónimo de narcisismo– o bien por una consciencia ampliada, caracterizada por la desapropiación.
La identificación con la mente –que nos sitúa automáticamente en el llamado “estado mental”, del que provenimos como especie– conlleva consecuencias que marcarán de manera crucial nuestro modo de situarnos en todos los ámbitos de la existencia.
Características básicas de la mente son la separatividad, el contraste y la reactividad. Pensar equivale a delimitar, es decir, a separar, a partir de aquella primera separación (sujeto/objeto) que hace posible el pensamiento. Lo que ocurre después es bien conocido: su propia naturaleza separadora lleva a la mente a creer que la realidad es una suma de objetos separados…, y a actuar en consecuencia.
Esta errónea creencia de base condicionará todo lo demás. Olvidamos que lo real es radicalmente uno y que es solo la mente la que nos induce a una percepción equivocada. E ignoramos igualmente que, aun siendo diferentes, somos lo mismo que todo lo que es.
Asumida aquella creencia, nos equivocaremos también a la hora de comprendernos a nosotros mismos, hasta el punto de confundir nuestra identidad –una con todo lo que es– con nuestra personalidad, la “forma” (personaje) que nuestra mente delimita. Ha nacido el “yo” como entidad separada y hemos puesto en él nuestra identidad. De esta manera, desconectamos de lo que somos y nos tomamos por lo que no somos. A partir de ahí, juzgamos como ilusión lo real, y lo real como ilusorio. Y ese es realmente nuestro “pecado original”, en cuanto constituye el origen de nuestra confusión, extravío y sufrimiento.