Olivier Clerc, especialista en bienestar y desarrollo personal, nacido en Ginebra y afincado hoy en Borgoña, escribió en el año 2005 un libro titulado «La rana que no sabía que estaba hervida… y otras lecciones de vida». En la introducción dice el autor que «todo es lenguaje, que todo nos habla».
Imaginen una cazuela llena de agua, en cuyo interior nada tranquilamente una rana. Se está calentando la cazuela a fuego lento. Al cabo de un rato el agua está tibia. A la rana esto le parece agradable, y sigue nadando.
La temperatura empieza a subir. Ahora el agua está caliente. Un poco más de lo que suele gustarle a la rana. Pero ella no se inquieta y además el calor siempre le produce algo de fatiga y somnolencia.
Ahora el agua está caliente de verdad. A la rana empieza a parecerle desagradable. Lo malo es que se encuentra sin fuerzas, así que se limita a aguantar y no hace nada más. La temperatura del agua sigue subiendo poco a poco, nunca de una manera acelerada, hasta el momento en que la rana acaba hervida y muere sin haber realizado el menor esfuerzo para salir de la cazuela.
Si la hubiéramos sumergido de golpe en un recipiente con el agua a cincuenta grados, ella se habría puesto a salvo de un enérgico salto. «Es un experimento rico en enseñanzas, dice el autor. Nos demuestra que un deterioro, si es muy lento, pasa inadvertido y la mayoría de las veces no suscita reacción, ni oposición, ni rebeldía».
Pueden ponerse varios ejemplos para aplicar esta conclusión que ofrece Oliver Clerc. Uno de ellas es lo que sucede con el deterioro del amor inicial, tan intenso y emocionante muchas veces. Poquito a poco, detalle a detalle, se va desvaneciendo hasta desaparecer. ¿Cómo es posible, se preguntan los amantes, que hayamos llegado a este punto?
Ese punto es la indiferencia más absoluta o la agresión más violenta que uno pueda imaginar. Se han ido acumulando silencios, displicencias, rencores, incomprensibles, malas contestaciones, pequeñas agresiones…, hasta llegar a ese momento en que la convivencia resulta imposible. Nadie podría decir que esa pareja empezó a funcionar mal a las tres de la tarde del día 24 de enero.
Lo mismo sucede en la salud, que llega deteriorarse de forma tan lenta e invisible como segura. La enfermedad es una consecuencia de la alimentación desvitalizada e industrializada, cargada de grasas y tópicos. Lo cual se une a la falta de ejercicio, al estrés y a una gestión desafortunada de las emociones.
El síndrome de la rana también se puede aplicar al ámbito social. Hay sociedades en las que, en un tiempo, se vivía en función de valores acendrados. Pero, poco a poco, se van perdiendo las referencias éticas y un ciudadano de la primera época no se podría reconocer en la situación a la que sin pensarlo se ha llegado. Año tras año, día tras día, hora tras hora prosigue la degradación. Una creciente proliferación de la vulgaridad, de la grosería, de la falta de respeto, de falta de normas, de búsqueda de culpables hace que nos sumerjamos en un clima éticamente irrespirable.
Para evitar la somnolencia y, finalmente, la “muerte”, necesitamos poner atención en todo, vivir con consciencia. Y, de un modo particular, tendremos que ejercitarnos en tomar distancia de la mente, para que sea siempre una mente observada. La mente que “funciona por libre” hace las veces de la temperatura que va subiendo sin apenas percatarnos. Y con frecuencia, cuando queremos darnos cuenta, nos vemos ya “derrotados” o sin fuerzas para afrontar lo que nos ocurre.