SALVACIÓN

Domingo II de Adviento

5 diciembre 2021

Lc 3, 1-6

En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe, de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: “Una voz grita en el desierto: preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios”.

 SALVACIÓN

Toda religión se presenta como una oferta de salvación; las diferencias se dan en el modo como la entienden. Con frecuencia, deudoras del momento histórico y del nivel de consciencia en el que nacen, la han entendido en clave heterónoma: el ser humano, definido por la carencia o/y la culpa (“pecado”), tenía que ser salvado “desde fuera” por un dios exterior.

Una lectura de ese tipo fácilmente produce alienación con respecto a ese “ser superior” del que se dependería en todo momento, a la vez que hace vivir en el temor de “no ser dignos” de aquella salvación y, en última instancia, bajo el peso, consciente o no, de una culpa que habría sido la causante de este estado de sufrimiento en el que nos encontramos.

Tal lectura se basa en un presupuesto incuestionado que define al ser humano como un yo particular. A partir de ahí, a ese yo la religión le promete “salvación”, es decir, superación de su estado de carencia y precariedad en la promesa de una vida plena tras la muerte.

Pero justamente ahí, en ese presupuesto, es donde radica el origen de la confusión. En la medida en que comprendemos que nuestra “identidad” no se reduce a nuestra “personalidad”, que nuestro yo particular es solo una forma concreta y temporal donde se está desplegando lo que realmente somos, todo aquel planteamiento se viene abajo.

La comprensión nos hace ver, por un lado, que no se trata de “salvar” o perpetuar el yo, sino, más bien al contrario, de liberarnos de (la identificación con) él. Y por otro, nos muestra que, en nuestra verdadera identidad, estamos ya salvados. Siendo así, ¿qué salvación habríamos de esperar?

Leída desde la mente (religiosa), tal afirmación podrá verse como muestra de un orgullo desmedido. Sin embargo, el sujeto de la misma no es el pequeño yo -que, aun en su carencia constitutiva, pretendiera no necesitar de nadie-, sino la presencia consciente que somos y que es -siempre ha sido- plenitud de vida.

¿En qué consiste, pues, la salvación? Simplemente, en caer en la cuenta, en reconocer lo que somos, desvelando la niebla que ocultaba nuestra verdadera identidad. Todo nace de la comprensión profunda.

 ¿Cómo entiendo la salvación?