24 mayo 2020
Mt 28, 16-20
En aquel tiempo, los Once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Al verlo, ellos se postraron, pero algunos vacilaban. Acercándose a ellos, Jesús les dijo: “Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id y haced discípulos de todos los pueblos bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.
PRESENCIA
Parece que, en este breve texto, se mezclan dos tipos de afirmaciones: la primera sería obra de la primera comunidad; la segunda, tal vez, podría remontarse al propio Jesús.
La afirmación que habla del “pleno poder”, del mandato de “hacer discípulos” y del rito del bautismo no puede nacer sino de un grupo religioso que se cree poseedor de la verdad. Reconoce a su maestro como dotado de todo poder, asume una actitud proselitista para expandir lo que considera “la verdad” e institucionaliza un “rito de entrada” a la propia comunidad.
Por lo que se refiere a la segunda –formulada en forma de promesa de presencia permanente–, podría haber nacido igualmente como expresión de la fe de aquella comunidad en la presencia viva de Jesús con ellos. Pero podrían ser también palabras auténticas de Jesús, consciente de que la muerte no rompe la comunión.
Leído desde nuestra situación, no me parece difícil advertir que el texto, como cualquier otro, actúa de espejo que refleja rasgos de la condición humana, como nuestra tendencia a absolutizar lo propio o nuestro interés por ganar adeptos para nuestros proyectos o ideas.
Pero, más allá de esos rasgos fácilmente reconocibles, que derivan con facilidad en actitudes más o menos dogmáticas o incluso fanáticas, la afirmación última encuentra un “eco” vibrante en nuestro interior, como si “algo” en nosotros supiera que lo que realmente somos es estable, transciende el tiempo y permanece inalterable.
Todas las formas del mundo fenoménico son impermanentes, lo cual constituye una fuente inevitable de dolor, a la vez que nos exige desarrollar la capacidad de aprender a vivir en la impermanencia y en la incertidumbre que deriva de ella. Pero más allá de las formas, lo que somos –Lo que es, “Yo soy”– sencillamente es, Presencia pura de la que brotan y en la que se mueven todas las formas.
La Presencia que somos transciende el tiempo…, “hasta el fin del mundo”. Si los discípulos, en su propio y legítimo “mapa” mental, encontraban fuerza en la creencia de que Jesús los acompañaba, en nosotros –en nuestro momento histórico– parece abrirse camino un salto cualitativo en la comprensión: vemos que no se trata de la “Presencia” de un ser separado que nos sostendría en todo momento, sino de la misma y única Presencia que constituye nuestra identidad más profunda.
La sabiduría –el núcleo del camino espiritual– consiste en reconocernos y vivirnos en conexión con ella: más allá de nuestra “forma” concreta, con todos sus ingredientes –cuerpo, mente, psiquismo, circunstancias…–, sometida a la impermanencia y al dolor, somos pura Presencia, plena y ecuánime, que experimentamos –de nada sirve si solo es una creencia– en cuanto silenciamos la mente. La Presencia que somos la percibimos en el Silencio de la mente y del yo, en la toma de distancia del mundo de las formas.
¿Me entreno en el silencio que me pone en contacto con lo que realmente soy?