A Ana, compañera de vida, admirando su profundidad y su capacidad de amar.
A Ecequiel Subiza, Txemi Pérez y Josu Erro, compañeros de camino en esta nueva andadura.
Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre. Ese algo es lo que somos
José Saramago.
La filosofía sapiencial no tiene como objetivo proveernos de teorías o de modelos mentales; no nos invita a cambiar unas creencias por otras; nos propone situarnos en ese fondo lúcido donde radica nuestro sentido del bien, de la belleza y de la verdad
Mónica Cavallé.
CONTRAPORTADA
Para sorpresa general, la espiritualidad es un valor en alza. Pero en realidad, la emergencia espiritual de la que somos testigos no resulta algo extraño: liberada de lastres del pasado y de superficialidades postmodernas, espiritualidad es sinónimo de profundidad humana y, por tanto, de fraternidad universal. Se trata de una espiritualidad sin adjetivos que no deja nada fuera, sino que lo abraza todo.
Así entendida, la espiritualidad no se refiere a algo que pudiéramos tener –una cualidad o actitud–, sino que nombra aquello que somos en lo profundo, a la vez que nos propone el modo de reconocerlo. En diálogo con los críticos de la que llaman nueva espiritualidad, el autor, aun reconociendo los riesgos que la acechan y que es necesario detectar con lucidez, trata de clarificar rigurosamente sus contenidos y de mostrar la profunda riqueza que encierra.
El desafío espiritual consiste en comprender lo que somos y buscar modos de compartirlo, celebrarlo y hacerlo operativo para dejarnos transformar por ello, personal y colectivamente. Solo la verdad libera, solo la comprensión transforma.
ÍNDICE
Prólogo: Un salto de consciencia, de Javier Melloni
Prefacio: La generación del deshielo, de Ecequiel Subiza
Introducción. Espiritualidad: comprender lo que somos
- La espiritualidad a debate
La “nueva” espiritualidad
La paradoja
El yo
La no-dualidad
La teoría transpersonal
La sutil trampa teísta
Dios y el misterio último de lo real
La salvación
Fraternidad y compromiso
El equívoco de partida que da lugar a la pseudo-espiritualidad
“Dios (y el compromiso) en tiempos líquidos”
- Profundidad humana: una espiritualidad sin adjetivos
El regreso a casa: experimentar la plenitud, dejarse transformar
Un camino de integración: paz y dinamismo
El amor como certeza y la vivencia de la unidad
Un test verificador: gozo, confianza y entrega
Fluir y comprometerse: la libertad de vivir diciendo sí a la vida
No-dualidad: el abrazo de trascendencia e inmanencia
El silencio, puerta a la profundidad
Vivir en el Testigo: el momento decisivo en el camino espiritual
- Fraternidad universal: el territorio compartido
La trampa del narcisismo
La dimensión relacional
La profundidad es amor
Compasión: poner amor donde hay dolor
Compromiso: el amor hecho acción
Política: transformar las estructuras para favorecer la vida
No-dualidad y cuidado de las víctimas
Epílogo. Favorecer el diálogo
Anexo 1. Alienación y negocio: las trampas de la espiritualidad
Anexo 2. Ciencia y espiritualidad
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PREFACIO
La generación del deshielo
Ecequiel Subiza
Los nacidos, mujeres y hombres, hacia la mitad del siglo pasado formamos una generación especial. Es la que ha pasado de vivir entre penurias y ataduras de todo tipo en los años cincuenta, a instalarse en el cambio. Si hoy hablamos de una sociedad y de una forma de vida líquidas, podemos afirmar que nuestra generación ha sido el deshielo que la ha hecho posible.
No sé si, en aquellos años, se plantaron semillas de futuro o si empezaron a despuntar las flores germinadas en el sufrimiento tremendo de las guerras de la primera mitad del siglo.
En todo caso, somos la generación del cambio: para muchos de nosotros y nosotras, la fecha clave es mayo del 68, que centra en la revuelta de París las ansias y anhelos de aquella juventud que afirmaba: “seamos realistas, pidamos lo imposible”.
Los años sesenta son ricos en acontecimientos significativos:
- La religión católica, fundamental en esta parte del mundo, se había visto sacudida por el Concilio que acabó en 1965 y que fue “convenientemente domesticado” en las décadas posteriores.
- Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus, entre otros muchos, impulsaban el existencialismo como filosofía que confrontaba la existencia con la esencia.
- El ruido de los tanques en una noche de agosto del 68, tan estremecedoramente narrado en la película “La insoportable levedad de ser”, rompía la Primavera de Praga y con ella el sueño de un socialismo real más consecuente.
Hubo muchos autores, sobre todo teólogos protestantes, que reflexionaban sobre el cambio que se abría camino. Harvey Cox publicó en 1965 su obra “La Ciudad secular”, que alcanzó ventas superiores al millón de ejemplares. El paradigma de la secularización, que nace en estos momentos, tiene en su germen mucho de lo que hemos vivido décadas más tarde con la evolución de lo religioso. Una visión del mundo está decayendo, fruto de la diferenciación y autonomización de la sociedad y la religión. Empieza a descender el número de creyentes y de practicantes de la religión. Se desvía, a nivel social y cultural, la atención del mundo sobrenatural hacia el interés por los asuntos de este mundo.
H. Cox dice al principio de su obra: «El surgir de la civilización urbana y el colapso de la religión tradicional son los dos mojones principales de nuestra era; son también movimientos íntimamente ligados». Es lo que Bonhoeffer llamó, ya en 1944, «la mayoría de edad del hombre».
La sociedad, el mundo, ya no estaban bajo la tutela y/o vigilancia de la religión, de las iglesias, y por eso nos preocupaba y mucho lo político y todas las causas que en ello se juegan. Y junto a nuestros libros de teología, ya bastante plurales, empezamos a estudiar sociología, marxismo, a valorar todas las revoluciones posibles, a perseguir todas las causas nobles que creíamos podían ayudarnos a cambiar el mundo. Todo ello formaba parte de la utopía, el mundo nuevo que, aunque inalcanzable, era el motor de la vida.
En las paredes de la colina de Montmartre de París, se podía leer “Dieu est noir et femme”. Afirmar que Dios no pertenece a la raza blanca o al género masculino, puso en solfa la imagen imperturbable de Dios que hasta entonces teníamos. Creo que esta relativización de lo que puede ser Dios es decisiva para entender el declive, incluso la desaparición, de las religiones.
Se confirmaba la muerte de Dios anunciada por Nietzsche. Al menos del dios del mito, del dogma, del dios antropomorfo, del dios administrador de nuestras vidas y dueño de nuestros destinos.
Vivimos con estas pasiones, con estos anhelos, nuestra mejor juventud.
Muchos de nosotros, en aquellos momentos, optamos por seguir en la Iglesia o al menos en los aleros de su tejado, tratando de combinar las nuevas ideas, los nuevos conceptos con el compromiso social y político en sus muchas facetas.
El lógico sucederse de las estaciones cambió en este momento y tras la primavera no llegó el verano, vino el invierno. En lo religioso se produjo una involución. Duró años. Iniciada ya la segunda década del siglo XXI no se ha superado del todo. Se desactivaron los frutos del cambio conciliar y se sofocaron todos los movimientos o doctrinas que impulsaban el cambio, la liberación, la salvación integral de las personas.
Pero hace como diez, quince o veinte años, primero soñamos y después nos pusimos a ello: podíamos salir del letargo, de las dependencias, de las alienaciones, si dábamos los pasos adecuados. Así lo vivimos al menos en muchos ambientes del sur de Europa. Había que tirar el agua sucia de la bañera.
A nivel más local, puedo atestiguar que muchos y muchas evolucionamos hasta dar el paso y abandonar la Iglesia. Pero el anhelo y nostalgia estaban bien vivos. Necesitábamos nuevas claves interpretativas, renovar nuestra cosmovisión, incorporar los nuevos conocimientos, reinterpretar el humanismo, la salvación, la historia, el cambio social.
Silencio, contemplación, meditación sobreviven en formas no tan alejadas de las anteriores. La búsqueda se hace interior, personal, en el pequeño grupo como máximo. Empezamos a leer y escuchar distintas voces. Y a meditar…
Ahí, precisamente ahí, la vida nos presentó a Enrique Martínez Lozano: con paciencia, con respeto, nos fue hablando de la comprensión y la compasión, de la Realidad, de la no-dualidad, de lo transpersonal. Poco a poco, en un despertar, prolongado o no en el tiempo, las creencias se fueron sustituyendo por la reflexión sobre nuestra identidad humana y la experiencia personal de la misma.
Se alumbra entre nosotros, en libertad, una nueva forma de entender la vida en profundidad. La salvación, tan ansiada, ahora es sencillamente comprensión de lo que somos. Nuestra identidad es común. “Somos distintos, pero somos Uno”, es la clave.
Enrique entreteje psicología con espiritualidad y lo hace vida en su propia vida de cada día. Se podrán discutir sus propuestas, pero las avala con su vida. Va moldeándose a sí mismo en base a lo que descubre en su indagación interior.
Frente a muchas de las propuestas actuales, Enrique no quiere erigirse en maestro ni forma en torno a sí grupos o movimientos especiales. Ni escuelas de ningún tipo. Tampoco su actividad busca alojo en la “industria de la espiritualidad”. Vive alejado del dinero y de sus prebendas. Atento a la Realidad y la Vida, va evolucionando. No se estanca en los pasos dados o en los caminos recorridos.
En este sentido, creo que el libro que nos presenta ahora Enrique aporta nuevos hitos en el ya largo camino recorrido. Hay palabras que se van enriqueciendo y otras logran su sentido más pleno. Es el caso de la palabra “paradoja”, que adquiere centralidad como dimensión básica de lo real. Pero más importante es la definición de espiritualidad. Ya teníamos asumido que no hay distintas espiritualidades. Hay distintas religiones, distintas ramas en cada religión, distintas tradiciones de sabiduría, pero espiritualidad solamente hay una. Y no es un campo de la inteligencia. Es mucho más que la “inteligencia espiritual”.
El problema es que la palabra “espiritualidad”, por su acumulado uso histórico, se ha hecho muy polisémica y genera equívocos. Se ha tratado de sustituirla por otras más adecuadas, cayendo, a veces, en casi definiciones. Por todo ello nos parece acertado que Enrique utilice como sinónimo la palabra “profundidad”. Su uso, sin duda, acota mucho mejor cuanto queremos decir cuando hablamos de espiritualidad.
Pero este libro nos fija otros términos que ya nos eran urgentes. Y me fijo, por brevedad, solamente en tres: política, compasión y víctimas.
Nosotros, los del 68, los que fuimos militantes de base en la misma Iglesia o en otras organizaciones sociales, no nos habíamos olvidado de lo político.
La profundidad es compasión, es amor. Pero el amor tiene, siempre ha tenido, una dimensión social y universal. No tiene límites espaciales. Por eso el amor se hace compromiso cuando se transforma en acción y en acción política.
La intuición, la certeza de la unidad transpersonal, del Uno que somos, nos impulsa hacia la igualdad. Pero para que la igualdad se transforme en fraternidad son necesarias la justicia y la libertad. Y eso es política. La política denostada por muchos, entre otros por la propia Iglesia, como algo negativo.
“Todo otro es, en realidad, no-otro de mí”, afirma Enrique. No hay nadie que nos sea ajeno.
Este libro que vamos a leer es fruto de una apuesta por el diálogo con quienes, desde posiciones religiosas, afirman que la espiritualidad no-dual se olvida de la política, del bienestar social, de las víctimas al fin. Es cuando menos curioso, desde nuestro punto de vista, que lo hagan desde dichas posiciones.
Ojalá que la iglesia católica se abriera a un diálogo sincero con las nuevas formas de entender la vida en general y la humanidad en particular.
No, no nos olvidamos de las víctimas. En la no-dualidad muchos hemos encontrado una interpretación plausible del dolor, del sufrimiento y de lo que cada día viven las víctimas.
El ser humano vive entre el anhelo y la memoria. De la fusión de ambas cosas surge la nostalgia del futuro, la emoción que nos trae el pre-sentimiento de nuestra casa.
Por eso, desde la no-dualidad, desde la espiritualidad o profundidad laica, seguimos pidiendo lo imposible: Igualdad, justicia, libertad, fraternidad, paz.
Por este orden.
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INTRODUCCIÓN
ESPIRITUALIDAD: COMPRENDER LO QUE SOMOS
El ser es uno solo. Los sabios le llaman de muchas maneras
Rig Veda.
El camino espiritual es un camino de comprensión[1]. No me refiero a un conocimiento meramente conceptual ni, mucho menos, a elucubraciones mentales; no se trata de ideas, conceptos o creencias acerca de la realidad, sino de una comprensión experiencial o vivencial de la misma. De hecho, la comprensión nunca se produce en la mente: no solo porque esta es incapaz de atrapar la verdad, sino porque no puede ir más allá de barajar opiniones escuchadas a otros y elaborarlas de un modo en apariencia distinto, pero nunca realmente creativo. Por eso, llamamos “erudita” a la persona que posee muchas “cartas” y gran destreza para barajarlas. La erudición -dijera Macedonio Fernández- es una forma aparatosa de no pensar. Pero la sabiduría o comprensión es otra cosa.
Si la erudición nace de la mente, la comprensión es hija del silencio. Y la persona sabia es aquella que, erudita o no, vive más allá de la mente, en el no-pensamiento, saboreando con inmediatez y expresando en su existencia la verdad de lo que somos. Ese es, decía al inicio, el camino espiritual. Y dada la importancia de esta cuestión y todo lo que se ventila en ella, trataré de plantearla a partir de algunos interrogantes.
¿Qué es la comprensión experiencial? Es una comprensión que no se adquiere a través del razonamiento, el análisis o la reflexión, sino más bien al contrario, gracias al silencio de la mente. Supo verlo con lucidez Krishnamurti, como todas las personas sabias, cuando dijo que solo una mente en silencio puede ver la verdad, no una mente que se esfuerza por verla, añadiendo que solo cuando la mente está libre de ideas y creencias, puede actuar correctamente.
La comprensión brota de la sabiduría de una manera directa, en forma de intuición; nos sorprende por su novedad; a diferencia de la reflexión, es siempre creativa y transforma nuestro modo de ver y de actuar. Lo cual no niega la necesidad de un trabajo psicológico sobre uno mismo, para integrar lo comprendido y para hacer posible la transformación de nuestro psiquismo. Y tampoco descuida el papel de la mente, para conceptualizar y compartir lo comprendido y ejercer como razón crítica frente a posibles engaños. Pero la fuente de la transformación es siempre aquella comprensión profunda.
¿Cómo acceder a la comprensión experiencial? En ocasiones aparece como regalo inesperado y sorprendente, mostrando la plenitud de lo real y transformando nuestro antiguo modo de ver. Es probable que se refiriera a ello Juan de la Cruz cuando escribía de forma poética: Por toda la hermosura, / nunca yo me perderé, / sino por un no sé qué, / que se alcanza por ventura. A ese tipo de experiencias se refieren expresiones como despertar espontáneo, samadhi, satori, éxtasis, iluminación, experiencia mística o transpersonal… Lo que se produce ahí es una suspensión del pensamiento, la sensación de que se descorre el velo de la mente y aparece la percepción nítida, amorosa y gozosa de la unidad plena de todo lo que es. Más allá de las formas a las que estamos acostumbrados –en ellas se mueve la mente–, en la comprensión se muestra el fondo último que las sostiene y las constituye. En un siempre pálido intento de poner nombre a lo que ahí se percibe –uno sabe lo que ha vivido, aunque luego se siente absolutamente incapaz de expresarlo-, me vienen las palabras de alguien que vivió una de esas experiencias: Perfecta Brillante Quietud[2], un estado de plenitud y de amor.
Pero aun sin una experiencia de ese tipo es posible crecer en comprensión a través de un trabajo de indagación y de experimentación. Por el primero de ellos, me pregunto ¿qué soy yo?, y voy descartando todas las respuestas que aparezcan: todas ellas no serán sino contenidos de consciencia (objetos) de los que soy consciente. Y es claro que yo no soy un contenido (objeto), sino Eso que es consciente de los contenidos. Esta tarea de indagación constituye un camino privilegiado para avanzar en la comprensión de lo que somos en profundidad.
Por su parte, lo que he llamado “trabajo de experimentación” constituye, desde mi punto de vista, una práctica espiritual profundamente transformadora, que invito a vivir como si se tratara de un experimento. Cualquier circunstancia que nos suceda podemos vivirla, bien desde la creencia de ser un yo separado –identificándome con el yo particular-, bien desde la intuición de que, en lo profundo, no somos ese yo, sino Eso que es consciente –en psicología transpersonal se hablaría del Testigo-. La propuesta es simple: experimenta por ti mismo qué es lo que ocurre en un caso y en otro. En un ejemplo: imagina que un hecho concreto o una noticia inesperada te afecta intensamente, generándote una gran inquietud. Una vez reconocido el impacto emocional, tienes dos caminos: vivir todo ello desde el yo o, tomando distancia del yo, vivirlo desde el Testigo. ¿Qué ocurre en un caso y en el otro? Es probable que si lo vivo desde el yo termine inundado por la inquietud y, en consecuencia, a merced de la propia sensación que ha tomado el mando. Por el contrario, si doy un “paso atrás” de la mente y me sitúo en el Testigo, puedo descubrir que Aquello que soy en profundidad se halla a salvo aun en medio de la situación más difícil. Aquí no hay creencias ni autosugestión, sino experimentación.
Junto con esos caminos –experiencia regalada, indagación y experimentación-, la práctica del silencio, empezando a saborear “eso” que queda cuando no ponemos pensamiento, se revelará como el ejercicio espiritual por excelencia. No se trata de buscar ni de perseguir nada, sino de retirar el velo que nos impide ver. Dado que ese velo no es otro que nuestra identificación con –reducción a– la mente, el camino adecuado pasa por entrenarnos en silenciar el pensamiento y permanecer en el estado de ser que ahí se muestra.
¿Qué nos aporta la comprensión experiencial? La trampa primera en la que solemos caer cuando queremos conocernos a nosotros mismos es conformarnos con un conocimiento de “segunda mano”, es decir, asumiendo como propio lo que otros nos han dicho. Frente a ello, el reto al que se ve expuesta la persona que realmente busca la verdad queda expresado en estas palabras de Mónica Cavallé: ¿Descanso en mis propias comprensiones o, en cambio, tiendo a cimentar mi camino interior sobre conocimientos de segunda mano?
Pues bien, la comprensión experiencial nos aporta lo más importante a lo que podemos aspirar: despertar a nuestra verdad y saber lo que somos. Porque, como se lee en el evangelio apócrifo de Tomás, sin esa comprensión no hay verdadero conocimiento: Jesús dice: “Quien lo conoce todo, pero no se conoce a sí mismo, no conoce nada” (EvT 67). Hasta que no sepa qué soy no podré saber cómo cambiar el mundo.
La comprensión nos regala la respuesta a la primera y decisiva pregunta, de la que pende todo lo demás: ¿qué soy yo? Más allá de lo percibido por la mente –la forma o persona en la que nos estamos experimentando–, la comprensión nos conduce a reconocer nuestra identidad profunda, el fondo que compartimos con todos los seres. Por ese motivo, porque es compartido, en esa misma luz se hace patente el fondo de la realidad, dando la razón a la antigua inscripción que figuraba en el templo de Apolo en Delfos –Hombre, conócete a ti mismo y conocerás al universo y a los dioses– y al místico cristiano Maestro Eckhart cuando afirmaba que el fondo de Dios y mi fondo son el mismo fondo.
Lo que somos no puede ser conocido a través de la mente, porque esta no puede trascender el mundo de los objetos. Eso significa que, en esta empresa, el conocimiento por análisis y reflexión no nos sirve de mucho. Al no ser objeto, tampoco puede ser pensado ni nombrado. Lo que somos únicamente puede ser conocido porque lo somos… y somos conscientes de ello. Y es precisamente este conocimiento por identidad lo que nos regala la comprensión experiencial. Nos conocemos porque –y al hacernos conscientes de que– lo somos. Y siéndolo nos comprendemos y comprendemos lo realmente real.
¿Y qué es lo que somos? Aquello que está detrás o más allá –en realidad, infinitamente más acá– de cualquier objeto, externo o interno, que podamos percibir. Aquello que es consciente y estable: lo que permanece cuando todo cambia –lo real no cambia, lo que cambia no es realmente real–, pura consciencia o presencia consciente.
En esta comprensión, decía más arriba, se ventila todo: la liberación del sufrimiento mental, el gozo de saborear lo que somos, la relación con la realidad en clave de comunión, el modo adecuado de situarnos en la vida y la acción ajustada. Cuando se nos regala esta comprensión, todo encaja de manera luminosa. Continuarán pesando nuestras inercias mentales y nuestros condicionamientos psicológicos, que será necesario atender, y seguiremos teniendo errores en nuestro modo de expresarlo, pero la experiencia vivida ilumina ahora toda la existencia.
Debido a la insistencia en la comprensión, como realidad central y fuente de transformación y de acción adecuada, la espiritualidad así planteada suele ser tildada de gnosticismo[3], particularmente desde ambientes cristianos. Aun comprendiendo los riesgos que esa etiqueta busca prevenir, me parece que se trata de una crítica simplista e injusta –en realidad, todas las etiquetas lo son–, que olvida dos cosas: los diferentes significados del término gnosticismo y el contenido que la espiritualidad reconoce en la palabra comprensión. En cualquier caso, como vengo insistiendo desde el principio, la comprensión de la que hablamos no tiene nada que ver con lo mental y mucho menos con lo esotérico, tal como habitualmente se entiende este término. Se trata de una comprensión experiencial que permite ver en profundidad. Hasta el punto –esto explica su lugar absolutamente central– de que, en ausencia de la misma, estamos literalmente dormidos. ¿Y cómo podría actuar con acierto una persona que no ha despertado, sino que se mueve en la bruma confusa de sus sueños? Esto no significa afirmar ningún carácter elitista de la comprensión, como si fuera el don de algunos “elegidos”. Se trata, por el contrario, de una invitación y propuesta de trabajo de validez universal para despertar a lo que realmente somos. Una vez despiertos, todo sin excepción queda iluminado[4].
En este sentido he empezado afirmando que el camino espiritual es un camino de comprensión. Pero, ¿qué es la espiritualidad? El término “espiritualidad” hace referencia, no a una cualidad humana más, sino a nuestra dimensión más profunda, aquello que constituye nuestra verdadera identidad. Si no hubiera sido tan manoseada y, por ello mismo, desgastada, contaminada y tergiversada, la palabra espíritu podría resultar adecuada para nombrar lo que realmente somos. En su defecto, suelen utilizarse términos como consciencia, ser, vida, presencia… Si lo que realmente somos es espíritu -experimentándose en la forma de una persona[5]-, la espiritualidad -entendida también como inteligencia espiritual– constituye la capacidad de comprender lo que somos, conectar con ello y vivirnos desde ahí. Remite, por tanto, de manera directa e inmediata, a la profundidad humana, sin más adjetivos, e implica, igualmente, la capacidad de responder de manera ajustada a la primera pregunta: qué soy yo.
Se comprende que cada tradición religiosa e incluso cada grupo humano hayan querido ponerle su “apellido”; se comprende igualmente que, en época más reciente y a consecuencia del proceso de secularización, al lado de una espiritualidad religiosa, se hable también de una espiritualidad laica o incluso atea. Sin embargo, la espiritualidad genuina, aun valorando e integrando la riqueza que suponen todos esos matices, no necesita de apellidos ni de adjetivos. Sencillamente, llamo “espiritualidad” a la profundidad humana, que incluye la comunión –la fraternidad– con todos los seres. Así entendida, la expresión profundidad-fraternidad -en sus dos dimensiones o “rostros” absolutamente inseparables- constituye otro nombre para referirnos a nuestra identidad profunda.
En principio, la espiritualidad no tiene que ver con ideas, creencias, religiones ni dioses[6]. Tampoco es algo, una cualidad más de la persona. Es la misma profundidad humana. Se trata, por tanto, de una espiritualidad que, en principio, carece de adjetivos, dándose el caso de personas genuinamente espirituales –profundas y fraternales– que ni siquiera conocen ese término o incluso reniegan de él.
Tal como la entiendo y me siento llamado a vivirla, podría decir, recurriendo a una imagen espacial, que la espiritualidad –aquello que constituye nuestra identidad profunda– se despliega simultáneamente en la doble dirección vertical y horizontal. Lo vertical habla de profundidad y trascendencia; lo horizontal de fraternidad y comunión. Dicho brevemente: la espiritualidad es profundidad humana y fraternidad universal.
Puede sonar extraño que, sosteniendo que no necesita adjetivos, subtitule este libro como espiritualidad no-dual. Pero la expresión “no-dual” no quiere ser un adjetivo particular que contrapusiera una espiritualidad a otra –veremos más adelante que la no-dualidad no se contrapone a nada, abraza todo; si se presentara como opuesta a algo ya no podría hablarse de no-dualidad–, sino que busca expresar algo básico: la espiritualidad es una con la realidad, es lo que somos en profundidad.
Con todo, el hecho de que la espiritualidad se identifique con la profundidad humana no niega la necesidad de establecer prioridades o subrayar acentos en cada momento particular. Cada cual verá cuáles son esos acentos y prioridades. Por mi parte, considero que, en esta etapa de la historia humana, la espiritualidad ha de estar atenta de manera especial a aquellas situaciones en las que se ignora la profundidad y se ve amenazada la fraternidad. Me refiero, en concreto, a las cuestiones de la superficialidad o banalidad (la posverdad), del hambre, de la desigualdad, de la injusticia estructural, del lugar de la mujer y de la agresión a la naturaleza. Con otras palabras, desde la clarividencia que brota de ella misma, la espiritualidad ha de asumir de manera comprometida la lucidez crítica, la justicia, el feminismo y el ecologismo.
Para terminar esta introducción y enmarcar el conjunto del texto, necesito decir que este libro nació a raíz de la lectura de un cuaderno publicado por el Seminario de Teología de “Cristianisme i Justícia”, bastante crítico con algunos de mis planteamientos[7]. Viví la crítica como una posibilidad de enriquecimiento, con apertura y dejándome cuestionar. Y así fue. Salí enriquecido en varios aspectos: noté que crecía en mí la actitud de respeto sincero, la apertura humilde ante posicionamientos diferentes, la disponibilidad para aprender de ellos buscando la verdad y, gracias a las críticas recibidas, caí en la cuenta de que necesitaba expresar mi postura de una manera más clara y, en ocasiones, menos absolutista y más matizada. Este libro es el resultado de aquel “diálogo” honesto con quienes en gran medida discrepan de mis textos.
El libro aparece dividido en tres capítulos. En el primero, trato de plasmar por escrito lo que fue surgiendo en mí a medida que hacía la lectura del cuaderno citado. En los otros dos, presento la espiritualidad como sinónimo de profundidad humana y fraternidad universal. Aun consciente de que no cabe separación alguna entre ambas dimensiones, las abordo por separado únicamente por motivos pedagógicos. Finalmente, concluiré con un breve epílogo, centrado justamente en la importancia de cuidar y favorecer el diálogo, expresión también de la espiritualidad así entendida. A última hora, a raíz de algunas experiencias puntuales, me pareció oportuno introducir dos anexos: el primero se centra en dos grandes trampas en que puede y suele caer la espiritualidad; el segundo aboga por el diálogo lúcido y constructivo entre ciencia y espiritualidad, para avanzar en pos de un conocimiento integral que no olvide ninguna dimensión de nuestra realidad.
Y no quiero terminar esta introducción sin agradecer a Javier Melloni y a Ecequiel Subiza el regalo de sus palabras introductorias, testimonio espiritual de apasionados buscadores de la verdad.
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NOTAS:
[1] Con este término, que utilizaré a menudo a lo largo del texto, me refiero habitualmente a la comprensión experiencial, vivencial o profunda que nos permite responder adecuadamente a la pregunta qué soy yo (equivalente a qué es lo realmente real). En este sentido, comprensión equivale a sabiduría y sabe a no-dualidad.
[2] D. CARSE, Perfecta Brillante Quietud. Más allá del yo individual, Gaia, Madrid 2012.
[3] El gnosticismo –del griego gnosis: conocimiento– alude a todo un conjunto de corrientes filosófico-religiosas, de origen oriental o asiático, en auge en los primeros siglos del cristianismo, hasta el punto de que, en cierto modo, llegó a constituir una especie de atmósfera cultural que coloreaba todo el pensamiento de la época. Prometía un conocimiento misterioso y secreto que conduciría a la salvación. Tras una etapa de cierto prestigio entre los intelectuales cristianos, fue declarado herético. Contenía posturas filosóficas muy diversas; sus ideas tenían un carácter panteísta, sincretista, hermético, elitista y dualista. Hoy en día, se asocia habitualmente, de manera despectiva, al mundo de lo oculto, e incluso a la pura elucubración mental. Sobre el influjo de la tradición hindú en el gnosticismo cristiano: J. RIERA, El Jesús de la historia. Un acercamiento a través del evangelio de Tomás, Almuzara, Córdoba 2017, pp. 42-51. El mismo autor insiste, en otra obra, en las influencias que ejercieron las filosofías y religiones orientales –hinduismo, taoísmo, budismo, mazdeísmo, zoroastrismo– en Grecia y Medio Oriente en general, y en la tradición sapiencial y ética judeocristiana, en particular: J. RIERA, El otro legado de Jesús. Una lectura en clave oriental de la Carta de Santiago, Almuzara, Córdoba 2018, pp. 81-102.
[4] En realidad, dejando de lado tantísimas variantes y sus abundantes y exageradas elucubraciones mentales, en una síntesis escueta, el núcleo del gnosticismo podría resumirse en esta afirmación: La persona tiene acceso directo a la “salvación” personal o liberación y el camino es la comprensión (gnosis) de lo que somos. Afirmación que, así planteada, parece incuestionable. Porque si no se admite el camino de la comprensión, solo quedaría otro: el de la creencia (por la que creemos que lo que nos salva es…); creencias que suelen incluir mitos, como el de una salvación concedida por un ser celeste. Sin embargo, por más que durante mucho tiempo haya ocupado un lugar preeminente, cada vez vemos con más claridad que toda creencia no es más que un constructo mental y, en consecuencia, nada fiable. La comprensión, por el contrario, no se apoya en creencias, sino en la experiencia o en la indagación.
[5] Parafraseando la expresión atribuida a Pierre Teilhard de Chardin, podría decirse que, en nuestra verdadera identidad, no somos personas viviendo una experiencia espiritual, sino el espíritu viviendo una experiencia humana.
[6] He abordado más ampliamente toda esta cuestión en varios libros: La botella en el océano. De la intolerancia religiosa a la liberación espiritual, Desclée De Brouwer, Bilbao 2009; Vida en plenitud. Apuntes para una espiritualidad transreligiosa, PPC, Madrid 2013; Cristianos más allá de la religión. Cristianismo y no-dualidad, PPC, Madrid 2015; Vida, San Pablo, Madrid 2020. También M. CORBÍ, Hacia una espiritualidad laica. Sin religiones, sin creencias, sin dioses, Herder, Barcelona 2007.
[7] SEMINARIO TEOLÓGICO DE “CRISTIANISME I JUSTÍCIA”, Dios en tiempos líquidos. Propuestas para una espiritualidad de la fraternidad, Cristianisme i Justícia, Barcelona 2019. Disponible también en: