Domingo II después de Navidad.
3 enero 2021
Jn 1, 1-18
En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió. Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: este venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Estos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad. Juan da testimonio de él y grita diciendo: “Este es de quien dije: el que viene detrás de mí pasa delante de mí, porque existía antes que yo”. Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.
NO-NACIDOS Y ENCARNADOS A LA VEZ
El “prólogo” del cuarto evangelio parece recoger un himno comunitario de algunos de los primeros grupos cristianos, en el que expresaban dos núcleos centrales de su fe: la preexistencia del Logos (Verbo, Palabra, “Hijo de Dios”) y la encarnación.
Tal fe afirma que Jesús es el “Hijo eterno y único de Dios” que, en un momento histórico, “acampó entre nosotros” para revelarnos el misterio de Dios.
Tales afirmaciones, absolutamente nucleares, incuestionables e incluso entrañables para quienes profesan ese credo, resultan extrañas, lejanas e incluso artificiales para quienes las escuchan desde una cierta distancia cultural. Tan extrañas, al menos, como suenan a los oídos de un occidental moderno todas las mitologías orientales.
Sin embargo, entre ambas posturas –de adhesión literal o de rechazo displicente–, se abre paso una actitud de comprensión que lee ese texto como una metáfora de lo que somos: no-nacidos y encarnados, a la vez.
Habitualmente, nuestros antepasados fueron proyectando fuera –en un Dios y un cielo separados– lo que intuían como Verdad, Bondad y Belleza. En ese proceso, se crea una realidad “paralela” a la vez que se reduce el ser humano a su personalidad separada. Todo lo demás surge como consecuencia de ese paradigma concreto.
Sin embargo, tal modo de ver es solo eso: un paradigma nacido en un momento de la historia humana, un “mapa” para tratar de balizar el “territorio” que escapa a nuestra mente.
La comprensión no-dual –más allá de la propia experiencia de quien la ha experimentado– constituye otro paradigma bien diferente, otro “mapa” que parece más ajustado para dar razón de lo real.
Desde él, preexistencia y encarnación se aplican a nuestra realidad “completa” en su doble dimensión: consciencia ilimitada que “toma cuerpo” en una persona concreta: no-nacidos y encarnados, a la vez.
Tal lectura no nace ahora, sino que se halla presente en diferentes tradiciones sapienciales desde tiempos muy remotos. Si acaso, en la actualidad, está cobrando mayor atención y espacio en la propia auto-comprensión humana.
Con esta clave, se puede releer el “prólogo” en cuestión, refiriéndolo a todos nosotros. En nuestra verdadera identidad, somos Vida y Luz –todo es Vida– y somos, a la vez, seres encarnados y, por tanto, frágiles, vulnerables e impermanentes.
¿Cómo articular esa doble dimensión en nuestra vida cotidiana? Ahí radica el secreto de la sabiduría y eso es lo que marca el camino del aprendizaje: vivir el día a día desde la comprensión de lo que somos en profundidad.
¿Qué lectura hago de nuestra realidad? ¿Qué “paradigma” me resulta más adecuado?