NI MORALISMO NI AMENAZAS

Comentario al evangelio del domingo 23 marzo 2025

Lc 13, 1-9

En aquella ocasión se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre vertió Pilato con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús les contestó: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos, porque acabaron así? Os digo que no, y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo. Y aquellos dieciocho que murieron aplastados por la torre de Siloé, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no. Y si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Y les dijo esta parábola: “Uno tenía una higuera plantada en su viña y fue a buscar fruto en esta higuera, y no lo encontró. Entonces dijo al viñador: «Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a ocupar terreno en balde?». Pero el viñador contestó: «Señor, déjala todavía este año: yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto. Si no, el año que viene la cortarás»”.  

NI MORALISMO NI AMENAZAS

Hemos crecido en una cultura tan marcada por la creencia en la culpa y en el castigo que, sin dificultad, hemos asumido, con ella, la actitud moralista y, en el terreno específicamente religioso, la idea de un dios que amenaza y castiga cuando no se cumple lo mandado.

Culpa, castigo, moralismo y amenaza tienen mucho en común: son creencias que giran en torno al ego -al que, aunque parezca paradójico, tratan de sostener-, partiendo de la idea de que el ser humano no es fiable y carece de guía interna adecuada que oriente su comportamiento. En consecuencia -sostiene esa visión-, necesita que le marquen lo que “debe” hacer, y que ese “debería” vaya acompañado de una advertencia que busque mantenerlo en el temor. Ese sería el papel de la culpa, de la amenaza y del castigo.

En la práctica, tal visión da como resultado la artificiosa división de los humanos entre “autoridad” -que se arroga el poder de imponer las normas- y “súbditos” -obligados a resignarse y obedecer lo ordenado-.

Y algo todavía más grave: esa visión se sostiene en una concepción radicalmente negativa del ser humano -una antropología sumamente pesimista, que ve a la persona esencialmente inclinada al mal-, a la vez que alienta un comportamiento tan egoico como artificioso: el ego se ve empeñado en hacer algo, por la simple razón de que “debe” hacerse.

Me parece urgente desmontar todas esas creencias tan falsas y engañosas como dañinas:

  • la creencia en la culpa,
  • la creencia en el castigo como medio de “mejorar” a la persona,
  • la creencia en la amenaza como medio para lograr objetivos saludables,
  • la creencia en la idea de que el comportamiento humano ha de estar marcado por el “debería”.

Tales creencias no solo se revelan radicalmente falsas, sino que siguen fortaleciendo una mirada distorsionada sobre la persona, marcada por la desconfianza básica y el moralismo autómata.

Alguien podrá argüir que la vida en sociedad requiere la amenaza para quienes pudieran constituir un peligro para la misma. Y que será necesario aislar o recluir a esas personas. Pero eso puede hacerse desde la prevención, sin potenciar la amenaza, ni el castigo, ni la culpa.