Domingo XXIV del Tiempo Ordinario
15 septiembre 2019
Lc 15, 1-10
En aquel tiempo se acercaban a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”. Jesús les dijo esta parábola: “Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada hasta que la encuentra? Y cuando al encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido». Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado hasta que le encuentra? Y cuando la encuentra reúne a las vecinas para decirles: «¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido». Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”.
NADA SE PIERDE
Parece claro que “publicanos y pecadores” se sentían a gusto con Jesús y su enseñanza. Al contrario de la gente biempensante –religiosos y teólogos oficiales del judaísmo– que le recriminaba justamente aquella cercanía.
Desde cualquier tipo de creencia es fácil dividir a las personas en “buenas” y “malas”, así como dar por “perdidas” a aquellas que se desvían de los propios parámetros. De ese modo, el ego se robustece en la confrontación, el juicio y la descalificación de lo diferente.
Sin embargo, la realidad es que nada valioso se pierde. Las formas nacen y mueren, sanan y enferman: todo ello pertenece a su naturaleza impermanente. Pero lo que somos se halla siempre a salvo, no puede perderse. Por eso, la actitud de quien sabe ver es el gozo, la alegría profunda.
Eso se nos escapa cuando nos perdemos en los objetos de la experiencia, al identificarnos con las formas. Entramos así en un estado de hipnosis donde absolutizamos lo impermanente e ignoramos lo realmente real.
Me viene la imagen de la película y la pantalla. Al entrar en el cine, podemos quedar tan fascinados, incluso hipnotizados, por el desarrollo de la película que ni siquiera percibimos la pantalla en la que se está proyectando. Sin embargo, toda la película ocurre dentro del marco de la pantalla, pero habitualmente esta pasa desapercibida, porque las acciones que se desarrollan captan toda nuestra atención. La pantalla parece convertirse en las imágenes, pero no es así. Lo mismo ocurre con lo que somos: debido al pensamiento, todo parece reducirse a lo que pensamos o sentimos, pero no es así; se trata solo de un efecto hipnótico.
Toda la película solo puede acontecer dentro de la pantalla. De modo similar, no hay –ni puede haber– nada que ocurra “fuera” de la consciencia, como “fondo”, soporte y núcleo último de todo lo que aparece. Pero, dado que la mente solo puede captar objetos –sean físicos, mentales o emocionales…-, la realidad de la consciencia queda oculta a su percepción. Y de ahí no es difícil dar el paso para afirmar que no existe. Sin embargo, al igual que sin la pantalla no podría verse la película, sin la consciencia no se darían las formas en que se expresa. Todo cambia porque hay Algo que no cambia.
Las formas cambian constantemente, pero lo que somos siempre es lo mismo, inafectado, y está ahí, sea lo que sea lo que pensemos y lo que ocurra. Lo que somos es siempre presente y siempre consciente. Incluso aunque no la veamos, la pantalla siempre sigue ahí; antes o después, la película termina, pero la pantalla queda.
Desde ahí brota la aceptación profunda, en la certeza de que nada se pierde. Por eso es sabia la invitación del poeta Christian Bobin: “Os invito a ser como la tierra desnuda, olvidada de sí misma acogiendo igualmente la lluvia que la golpea y el sol que la reseca”.
¿Mi atención está puesta en la “pantalla” o me pierdo en las “imágenes” que aparecen en ella?