14 abril 2019
Lc 23, 1-49
En aquel tiempo, el senado del pueblo, o sea, sumos sacerdotes y letrados se levantaron y llevaron a Jesús a presencia de Pilato. Y se pusieron a acusarlo diciendo: “Hemos comprobado que este anda amotinando a nuestra nación, y oponiéndose a que se paguen tributos al César, y diciendo que él es el Mesías rey”. Pilato preguntó a Jesús: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. El le contestó: “Tú lo dices”. Pilato dijo a los sumos sacerdotes y a la turba: “No encuentro ninguna culpa en este hombre”. Ellos insistían con más fuerza diciendo: “Solivianta al pueblo enseñando por toda Judea, desde Galilea hasta aquí”. Pilato, al oírlo, preguntó si era galileo; y al enterarse que era de la jurisdicción de Herodes, se lo remitió. Herodes estaba precisamente en Jerusalén por aquellos días. Herodes, al ver a Jesús, se puso muy contento; pues hacía bastante tiempo que quería verlo, porque oía hablar de él y esperaba verlo hacer algún milagro. Le hizo un interrogatorio bastante largo; pero él no le contestó ni palabra. Estaban allí los sumos sacerdotes y los letrados acusándolo con ahínco. Herodes, con su escolta, lo trató con desprecio y se burló de él; y, poniéndole una vestidura blanca, se lo remitió a Pilato. Aquel mismo día se hicieron amigos Herodes y Pilato, porque antes se llevaban muy mal.
Pilato, convocando a los sumos sacerdotes, a las autoridades y al pueblo, les dijo: “Me habéis traído a este hombre, alegando que alborota al pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros, y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas que le imputáis; ni Herodes tampoco porque nos lo ha remitido: ya veis que nada digno de muerte se le ha probado. Así que le daré un escarmiento y lo soltaré”. Por la fiesta tenía que soltarles a uno. Ellos vociferaron en masa diciendo: “¡Fuera ese! Suéltanos a Barrabás”. (A este lo habían metido en la cárcel por una revuelta acaecida en la ciudad y un homicidio). Pilato volvió a dirigirles la palabra con intención de soltar a Jesús. Pero ellos seguían gritando: “¡Crucifícalo, crucifícalo!”. El les dijo por tercera vez: “Pues, ¿qué mal ha hecho este? No he encontrado en él ningún delito que merezca la muerte. Así es que le daré un escarmiento y lo soltaré”. Ellos se le echaban encima pidiendo a gritos que lo crucificara; e iba creciendo el griterío. Pilato decidió que se cumpliera su petición: soltó al que le pedían (al que había metido en la cárcel por revuelta y homicidio), y a Jesús se lo entregó a su arbitrio.
Mientras lo conducían, echaron mano de un cierto Simón de Cirene, que volvía del campo, y le cargaron la cruz para que la llevase detrás de Jesús. Lo seguía un gran gentío del pueblo, y de mujeres que se daban golpes y lanzaban lamentos por él. Jesús se volvió hacia ellas y les dijo: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad por vosotras y por vuestros hijos, porque mirad que llegará el día en que dirán: «dichosas las estériles y los vientres que no han dado a luz y los pechos que no han criado». Entonces empezarán a decirles a los montes: «desplomaos sobre nosotros», y a las colinas: «sepultadnos»; porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?”. Conducían también a otros dos malhechores para ajusticiarlos con él.
Y cuando llegaron al lugar llamado “La Calavera”, lo crucificaron allí, a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Y se repartieron sus ropas echándolas a suerte. El pueblo estaba mirando. Las autoridades le hacían muecas diciendo: “A otros ha salvado, que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido”. Se burlaban de él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “ESTE ES EL REY DE LOS JUDÍOS”. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro le increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”.
Era ya eso de mediodía y vinieron las tinieblas sobre toda la región, hasta la media tarde; porque se oscureció el sol. El velo del templo se rasgó por medio. Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”. Y dicho esto, expiró. El centurión, al ver lo que pasaba, daba gloria a Dios diciendo: “Realmente, este hombre era justo”. Toda la muchedumbre que había acudido a este espectáculo, habiendo visto lo que ocurría, se volvían dándose golpes de pecho. Todos sus conocidos se mantenían a distancia, y lo mismo las mujeres que lo habían seguido desde Galilea y que estaban mirando.
MORIR CONFIADAMENTE
Parece seguro que, en un primer momento, existía un relato del proceso a Jesús y de su crucifixión, que habría servido de base para todos los evangelistas. Más aún, según los especialistas, tal relato habría sido el primero en escribirse. A partir de él, el autor (o autores) de cada evangelio fueron construyendo su propia narración, de acuerdo con sus intereses y las necesidades de la comunidad a la que se dirigían.
El relato de Lucas llama la atención, entre otras cosas, por las palabras que pone en boca del crucificado. Parece claro que tales palabras no pudieron salir de los labios de Jesús: su situación agónica no lo hubiera permitido, ni la distancia exigida por los soldados a quienes acompañaban a los torturados las habrían hecho audibles.
Es lógico pensar que, con tales expresiones, Lucas –como los autores de los otros evangelios– busca transmitir lo que intuye que vive Jesús, a la vez que subraya aquellos valores que le resultan más característicos del Maestro.
En concreto, las expresiones que pone Lucas en boca del crucificado son tres: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”; “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”; “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”.
Perdón que nace de la comprensión, certeza de que la Vida no muere y confianza radical en la Fuente de la vida: he ahí las claves que definen el modo de morir de Jesús y que se hallan en clara continuidad con lo que había sido toda su existencia.
El perdón auténtico nace siempre de la comprensión. Cuando no es así, suele adoptar tintes de paternalismo, de superioridad moral o de obligación voluntarista. Solo cuando se comprende que el daño nace de la ignorancia –y que cada persona hace en todo momento lo que puede y sabe– se alcanza a comprender que el perdón genuino consiste en ver que no hay nada que perdonar.
La certeza de que la Vida no muere viene igualmente de la mano de la comprensión: quien comprende, como Jesús, que nuestra verdadera identidad es la vida, se sabe siempre a salvo. El crucificado es el mismo que, según uno de los autores del cuarto evangelio, dijo: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11,25). La muerte en la cruz es trágica, pero no alcanza a matar aquello que realmente somos.
La confianza radical en la Fuente de la vida (el “Padre”) había coloreado toda la enseñanza de Jesús. Su mensaje fue un canto a la confianza, que brotaba de su propio modo de vivir, totalmente entregado, confiado y dócil, hasta poder decir: “Mi alimento es hacer la voluntad del Padre” (Jn 4,34).
Perdón, certeza de que somos Vida, confianza: ¿cómo vivo estas actitudes?