7 abril 2019
Jn 8, 1-11
En aquel tiempo, Jesús se retiró al Monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo y todo el pueblo acudía a él y, sentándose, les enseñaba. Los letrados y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio y, colocándola en medio, le dijeron: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La Ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras: tú ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”. E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos, hasta el último. Y quedó solo Jesús, y la mujer en medio, de pie. Jesús se incorporó y le preguntó: “Mujer, ¿dónde están tus acusadores?, ¿ninguno te ha condenado?”. Ella contestó: “Ninguno, Señor”. Jesús dijo: “Tampoco yo te condeno. Ve en paz, y en adelante no peques más”.
MORALISMO, FANATISMO E INSEGURIDAD
La escena –que no pertenecía originalmente al evangelio de Juan– remite a una pregunta muy frecuente en el trasfondo de los evangelios sinópticos: ¿qué es más importante: la norma o la persona? La ley judía, tal como indican quienes llevan a la mujer ante Jesús, exigía la muerte de los adúlteros: “Si uno comete adulterio con la mujer de su prójimo, los dos adúlteros son reos de muerte” (Lev 20,10); “Si sorprenden a uno acostado con la mujer de otro, han de morir los dos” (Deut 22,22). Aunque, en realidad, en una cultura tan machista como aquella, quien realmente moría era la mujer.
La religión reviste a la norma de un “manto sagrado” que pretende hacerla rígida e “intocable”, al ser presentada y considerada como expresión de la voluntad divina. La religión suele entender la norma como expresión de los “intereses de Dios” frente a los intereses del ser humano, dando como resultado un planteamiento en clave de rivalidad.
Por esa razón, la persona religiosa puede convertirse en fanática, arrogándose nada menos que la defensa de la voluntad divina. Así se explica la obcecación cruel de quienes, en nombre de la Ley, no dudan en apedrear a una mujer hasta la muerte.
Mientras la persona se halla identificada con ese modo de ver, no se cuestiona su actitud: aunque sea dar muerte a alguien, eso es “lo que se debe hacer”. Sin embargo, apenas tomamos un mínimo de distancia, empiezan los interrogantes: ¿Qué religión es esa en cuyo nombre se pueden matar personas y que no defiende al ser humano por encima de cualquier otro valor?
Se trata, sencillamente, de una religión que, al absolutizarse, se ha pervertido, proyectando un dios a imagen de los peores tiranos, autocráticos y vengativos.
Nos hallamos ante un riesgo que suele acechar a la persona religiosa…, mientras no desmonta sus ideas sobre Dios. Una prueba de ello es que este pasaje que comentamos fue omitido en la mayoría de los códices y a punto estuvo de perderse. La peripecia de este texto parece poner de relieve la tendencia humana a asegurar el cumplimiento de la norma, así como el miedo a admitir excepciones a la misma. No sería extraño que aquella comunidad primera hubiera tenido miedo de la actitud libre y perdonadora de Jesús, hasta el punto de silenciar (censurar) su novedad.
Detrás de tanto juicio y condena –como en el texto que leemos hoy–, parece que no hay sino una inseguridad radical, que se disfraza justamente de seguridad absoluta. La misma necesidad de tener razón y de creerse portadores de la verdad es indicio claro de una inseguridad de base que resulta insoportable. Por eso, el fanatismo no es sino inseguridad camuflada, del mismo modo que el afán de superioridad esconde un doloroso complejo de inferioridad, a veces revestido de “nobles” justificaciones
Ante esa situación, Jesús no entra en discusiones, ni en intentos de convencerlos de lo errado de su posición. Como si supiera que las polémicas, cuando hay inseguridad (aunque sea inconsciente), no hacen otra cosa sino que las personas todavía se amurallen más en sus posturas previas y busquen más “argumentos” para sostenerlas.
Precisamente porque conoce el corazón humano, acierta al decir: “El que esté sin pecado que le tire la primera piedra”. Ante estas palabras, que desnudan las etiquetas autocomplacientes de quienes se creían “justos”, todos se alejan. Nadie es mejor que nadie: ¿con qué derecho juzgamos, descalificamos y condenamos?
Pero la respuesta de Jesús no termina ahí. La suya es una palabra de denuncia para los censores, pero de perdón para la mujer. No hay condena: “ve en paz”.
¿Descubro en mi vida algún signo de intolerancia que nace de mi inseguridad?