Mirar la calma de la tarde,
el sonido de los pájaros,
saborearlo con la novedad
de unas manos tan
acostumbradas al ruido.
Mirar los pensamientos
que vienen y van y se escapan
hacia otros lugares y tiempos
en los que ahora no estás.
Mirar el brote de la ira cuando
se descolocan los planes
y nada es tan perfecto
como imaginas y todo
es tan como es y tan cierto.
Mirar la respiración serena,
la respiración agitada.
Mirar, sin resistencias,
lo dolorosamente vivo,
Mirar, sin retener, lo que
nos alegra y nos remansa.
Mirar con delicadeza
los ojos que te miran
y los que están cerrados
y los que crean la muerte.
Mirarlos sin diálogos internos,
escuchando las luces
y las sombras que danzan
a un tiempo en cada mirada.
Mirar la contraportada de la existencia,
esas frases transparentes
que nombran el silencio.
Mirar hasta el último punto,
el último signo de la partitura
que resuena en el vacío
más allá de los límites.
Mirar, mirarlo todo, sin apartar la vista,
mirar como anhelo, como tarea.
Permanecer en la mirada
como única posibilidad
para acoger la visión.
Mirar para ver.
Esther Fernández Lorente.