Queridos amigos, queridas amigas:
Os envío hoy la segunda parte del testimonio de Sara. De nuevo, me ha conmovido su capacidad de verdad, así como su coraje para soltar aquello que, en un momento, consideró como lo más valioso de su vida, cuando ha descubierto que, sencillamente, podía estar alienándola.
Tal vez, este testimonio sea difícil de entender para personas religiosas, que han identificado la verdad con su propia creencia. Por eso, quiero invitaros de nuevo a tomar distancia de cualquier creencia –en uno o en otro sentido- para salir al “campo abierto” de la verdad, por más que, de entrada, provoque sensaciones amenazadoras.
Sara ha decidido soltar la “religión” recibida y el “dios” aprendido. Con humildad, comparte los motivos que la han llevado a ello. En último término –tal como a mí me llega-, el motivo es solo uno: tanto aquella religión como aquel dios –más allá de la intención de quien los anunciaran- se habían convertido en el mayor obstáculo para la verdad, la vida, la libertad, el gozo…, sumiendo a la persona en una sensación de división interior y de alienación dolorosa.
Para ella, “dejar marchar” a “dios” es la condición imprescindible para ver la luz y caminar en la verdad. Los místicos nos recuerdan que, con mucha frecuencia, las creencias sobre Dios constituyen el principal impedimento para encontrarlo. Como decía aquella gran mujer que fue Simone Weil, “lo malo del falso dios es que nos impide ver al verdadero”. La explicación es simple: cuando se ha encerrado a Dios en las creencias (imágenes) sobre él, la adhesión a las mismas nos impide estar abiertos al Misterio siempre sorprendente.
Sara nos deja ver la angustia de orfandad que tal abandono le supone. Pero es precisamente ahí, en la más desnuda intemperie, al caer todas las formas, donde se desvela la única verdad, la única certeza: la certeza de ser, en una plenitud ilimitada. Cuando palpas tu “nada”, emerge a tu conciencia el “Todo”: somos uno con Todo.
También han sido los místicos, con frecuencia después de pasar por la experiencia dolorosa de la “noche oscura”, quienes han sabido expresarlo del modo más luminoso. Os dejo algunos textos:
“Conviértete en nada y Él te convertirá en todo” (Rumi). “Ama la Nada, huye del yo” (Matilde de Magdeburgo). “Hazte vacío y Yo me haré torrente” (Catalina de Siena). “Para venir a serlo todo, no quieras ser algo en nada” (Juan de la Cruz). “Es liberador y hermoso vivir en la Nada, siendo Nadie, libre de toda imagen, incluida la propia; libre de toda opinión o idea, incluida asimismo la idea de la Nada y de Nadie” (Rafael Redondo). “Solo el ser vaciado de sí puede cambiar el mundo” (Rafael Redondo).
Como os sugería en el envío anterior, os invito sencillamente a acoger el compartir de esta vivencia, desde lo que es: una vivencia que brota del corazón y, más allá todavía, desde el Anhelo de verdad y de vida que late en todos nosotros.
Acogedla…, desde el respeto y la gratitud, y no os sintáis obligados a nada: ni a compartirla ni a etiquetarla. Y solo si se despierta un “eco” en vuestro interior, escuchadlo. Por mi parte, puedo deciros que el texto de Sara me llega como un alegato vibrante y auténtico, en la línea de uno de los más sublimes místicos cristianos, el Maestro Eckhart, cuando exclamaba: “Ruego a Dios que me libre de Dios”. Porque solo “dejando marchar” cualquier idea acerca de Dios, estaremos disponibles para verlo.
Enrique.
MIENTRAS CAMINO
2. DEJARTE MARCHAR
Tengo que dejarte marchar. Debo apartarte de mí, arrancarte de mi mente y de mi alma.
Has estado tan unido a mí, tan trenzado con mis certezas que separarme de ti me produce, no solo un dolor insoportable, sino que me hace sangrar el corazón, como si me extirparan ese órgano vital, el más importante de todos, el que siempre ha dado sentido a mi vida.
Desde muy pequeña me impusieron tu imagen, tu presencia, tu poder, tu justicia, tu misericordia, tus mandatos, tus premios y tus castigos. Junto con la leche materna que mantenía vivo mi pequeño cuerpo, se me administraba también otro alimento, se me imbuía de un mito ancestral, se me hacía partícipe de un arquetipo milenario, fui introducida en la gran corriente del inconsciente colectivo y no pude oponerme, no tuve ninguna capacidad para defenderme. Y mientras yo crecía físicamente, mi espíritu era moldeado por las duras e implacables manos de una escultora llamada “religión”.
Yo iba madurando y tú conmigo, y lo que pensaba que era una maravillosa libertad resultó ser una peligrosa prisión donde he estado retenida sin darme cuenta, sin ser consciente de esas alambradas que no me permitían avanzar, que no me dejaban ser quien en realidad he sido siempre sin saberlo.
Tú lo ocupabas todo, lo justificabas todo, todo se explicaba a través de ti. Y así me perdí en tu abrazo, me olvidé de cualquier otra posibilidad, de cualquier otra realidad. ¿Para qué indagar, para qué ahondar en los misterios interiores si tú iluminabas con tu inmensa sabiduría todos los rincones oscuros, todas las dudas, todas las preguntas?
Y cuando recorría la prisión en la que estaba encerrada y tocaba sus barrotes me preguntaba qué habría más allá y entonces tu poderosa voz gritaba en mi interior: ¡No quieras igualarte a mí, no pretendas conocer lo que está vedado, no puedes alcanzarme, debes conformarte con lo que tienes, con lo que sabes, con lo que tu mente te proporciona! Yo acariciaba esos barrotes y, sumisa y obediente, volvía al interior de mi encierro creyendo que ya nada dependía de mí misma, que todo estaba en tus manos, que tú tenías el poder y la gloria y yo solo mi insolente ignorancia.
Siempre hemos caminado juntos, desde que tengo memoria: tú allá arriba, yo aquí abajo; tú tan poderoso, yo tan humilde; tú tan sabio, yo tan ignorante; tú todo amor, mientras yo, ¡qué paradoja!, no dejaba de sentirme sola, triste, perdida.
Mi sed de eternidad la saciabas tú, mis preguntas sin respuestas las asumías tú, mi infelicidad constante la arropabas tú, mientras yo te sentía sonreírme como el amo condescendiente que observa a su alumna díscola y rebelde.
Tú siempre fuiste más real que yo misma. Cuando me perdía en medio de mis pesares y mis tristezas, solo te tenía a ti para sujetarme a tu grandeza y no desparecer en medio del dolor y de la angustia. Cuando no hallaba explicaciones a mis desdichas, allí estabas tú para consolarme sin palabras. Cuando me hundía en lo más profundo del pozo, al final aparecías tú sonriendo y animándome a seguir, aunque no me explicaras qué motivos tenía para continuar caminando.
Tú me has salvado una y otra vez. Me has rescatado de tormentas que fueron provocadas por ti. Tú creabas las guerras en las que yo me he debatido hasta casi la extinción y al mismo tiempo me proporcionabas las treguas necesarias para no morir en las batallas. Tú me arrojabas al mar y luego me lanzabas el salvavidas de la fe y la conformidad.
Nos hemos amado mucho tú y yo. Me has dado todo el cariño que mis padres no me proporcionaron. Me has apoyado cuando el resto del mundo me dejaba sola. Has enjugado mis lágrimas cuando nadie más lo hacía y gracias a ti mi perpetua soledad se ha hecho más llevadera.
Tengo mucho que agradecerte, y por eso me resulta tan doloroso tener que dejarte marchar. Pero si no te alejas, si no te vas diluyendo, no podré seguir avanzando, no podré llegar a saber quien soy, no podré encontrar aquello que siempre estuvo oculto en mi interior y que ni el mundo ni tú me habéis dejado explorar.
Necesito que te vayas, que te alejes. Deja de inspirarme con tus palabras porque lo que ahora me hace falta es silencio. Deja de iluminarme con tu luz porque ahora me es necesaria la oscuridad, el vacío, la nada.
Ya no soy una niña que camina cogida de tu mano. No puedo seguir apoyándome en ti. Debo avanzar sola, sin ayuda, y para eso debes marcharte, debes abandonarme, tenemos que separarnos, aunque ese desgarro me cueste la propia vida.
Tú seguirás allá arriba, poderoso, inalcanzable, sentado en tu trono de gloria, rodeado por tus ángeles y supongo que mi partida no supondrá un gran quebranto en los cielos. Pero para mí será mucho más duro el estar sin ti, el concebir la vida a partir de ahora sin ti, porque cuando tú te vayas yo ya no sabré quien soy, me quedaré sin nada en lo que creer, sin nadie a quien amar, mi vida perderá su sentido, mi alma no tendrá consuelo y mi corazón nunca volverá a ser el mismo.
Cuando te hayas ido, cuando al fin consiga apartarme de ti, me disolveré como la sal en el mar, me difuminaré como las nubes tras la tormenta. Sin ti no sabré quien soy. Sin ti mi rostro me será extraño y mi cuerpo ajeno. Sin ti no existiré porque siempre he sido tu hija y no yo misma.
Ahora debo enfrentarme sola a esta muerte que es estar sin ti sin saber si podré renacer algún día. Ahora debo desaparecer como la que he sido hasta ayer, sin tener la seguridad de volver a sentirme viva. Ahora, cuando me mire en el espejo, no sé si me veré a mí misma o a una extraña.
Ya no hay camino que recorrer, ni meta que alcanzar, ni destino que aguardar, ni tú esperándome al final del horizonte.
Pronto dejaré de ser esa escultura de barro que el sistema moldeó a su antojo. Debo saltar al abismo de la más absoluta soledad, tengo que lanzarme al vacío y me romperé en mil pedazos sabiendo que nadie frenará mi caída, que nadie me recompondrá.
Y tal vez así se acabe mi historia…, o comience por primera vez.
Sara