y 6. MÁS ALLÁ DE LAS IDEAS Y DE LAS CREENCIAS…, LA VERDAD
Estamos tan habituados a identificar la verdad con “algo” –una idea, un concepto, una afirmación, una creencia…– que nos cegamos y obstaculizamos nuestra apertura a ella. Siempre que creemos saber algo, descartamos la posibilidad de que pudiera ser otra cosa. Pero, ¿y si la verdad no fuera lo que habitualmente pensamos acerca de ella?
El hecho de que identifiquemos la verdad con una creencia no es casual, sino el resultado de la propia naturaleza de la mente, objetivadora y apropiadora.
La mente objetiva todo lo que aparece ante ella. Basta eso para que convierta la verdad en un concepto. Al mismo tiempo, la mente lee todo de una manera autorreferencial. Con ello, no solo transforma la verdad en un objeto, sino que se arroga el poder de poseerla. La conclusión es tan inmediata como apetitosa para el ego: la verdad es algo que yo creo (o poseo).
Frente a esos engaños en los que inadvertidamente caemos, basta tomar distancia de la mente y entender cómo funciona para comprender que la verdad –como cualquier realidad transpersonal o transmental– no puede caber en ella.
El yo no puede tener la verdad porque él mismo, en cuanto se absolutiza, es una mentira; otra creación más de la mente.
Ahora bien, si la mente no puede alcanzar la verdad, ¿qué podemos esperar de ella?, ¿qué puede aportarnos?
La mente es la herramienta capaz de poner nombre a los objetos y de intentar nombrar igualmente aquello que la supera. Y en ese nombrar, es obvio que hace lecturas que pueden ser más o menos ajustadas o desajustadas. Ese es su papel: ser lectora y etiquetadora.
Al comprender su función, dejamos de absolutizar sus construcciones y las reconocemos en lo que son: conceptos (nombres) que apuntan hacia algo que los transciende. Un reconocimiento de ese tipo pulveriza el orgullo intelectual y con él todo tipo de dogmatismos y fanatismos. Y se nos hace patente la sabiduría que contienen aquellos versos de Antonio Machado: “¿Tu verdad? No, la verdad. Y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela”.
De ese modo, la mente se sitúa en su lugar. La utilizamos como herramienta, pero ya no nos identificamos con ella ni creemos al pie de la letra todas sus construcciones.
Con todo ello, se produce en nosotros una apertura a la verdad más amplia, más libre y con menos pre-juicios. De creernos “poseedores” de la verdad nos convertimos en buscadores humildes que no abrigan ninguna pretensión de tener razón ni presumen de estar en la verdad más que quienes opinan de manera diferente.
En algunos casos, al constatar la incapacidad de la mente de alcanzar la verdad, puede caerse en una cierta decepción que se transforma en nihilismo y que conduce a la creencia de que nada es verdad o que la verdad no existe. Se trata solo de la reacción de una mente decepcionada y frustrada en su ambición, cuando todavía no hemos aceptado su verdadero lugar.
Evitada esa nueva trampa, superada la doble actitud del orgullo y de la decepción, somos capaces de abrirnos a la verdad con la inocencia de un niño, o mejor, como diría Paul Ricoeur, desde una “segunda inocencia”.
Con esa apertura, se nos regala quedar extasiados ante la Belleza, la Verdad y la Bondad de lo que es, más allá de las apariencias y más allá, sobre todo, de los juicios y etiquetas que a lo real impone nuestra mente.
Y se nos regalará igualmente comprender que la verdad no es “algo”; es lo que es, una con la realidad: abierta, amplia, sin opuesto…
La Verdad –lo que es– no conoce opuesto, es no-dual. Lo que llamamos “mentira” no es sino una lectura desajustada y lo que solemos llamar “verdad” es apenas un constructo mental al que le hemos dado nuestra adhesión. Pero la Verdad abraza a la vez que transciende todo eso, en su amplitud infinita.
Esa comprensión genera en nosotros una doble actitud: por una parte, de humildad respetuosa e incluso silente ante lo que nos sobrepasa; por otra, de plenitud al reconocer que la verdad –lo que es, el fondo de lo real– constituye nuestra identidad profunda, la mía y la de quien piensa de manera diferente, la mía y la de todos los seres.
Nadie posee la verdad. Pero la verdad nos sostiene. Y como dijera el sabio Jesús, todos podemos decir con razón: “Yo soy la Verdad”. Sabiendo que el sujeto de esa frase no es el yo particular –que, aunque engañado, se inflaría de orgullo–, sino aquella identidad una, que compartimos con todos los seres.