LAS RELIGIONES COMO OFERTAS DE SALVACIÓN

Domingo XXI del Tiempo Ordinario

21 agosto 2022

Lc 13, 22-30

En aquel tiempo, Jesús, de camino hacia Jerusalén, recorría ciudades y aldeas. Uno le preguntó: “Señor, ¿serán pocos los que se salvan?”. Jesús le dijo: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha. Os digo que muchos intentarán entrar y no podrán. Cuando el amo de la casa se levante y cierre la puerta, os quedaréis fuera y llamaréis a la puerta diciendo: «Señor, ábrenos» y él os replicará: «No sé quiénes sois». Entonces comenzaréis a decir: «Hemos comido y bebido contigo y tú has enseñado en nuestras plazas». Pero él os replicará: «No sé quiénes sois. Alejaos de mí, malvados». Entonces será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios y vosotros os veáis echados fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Mirad: hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos”. 

LAS RELIGIONES COMO OFERTAS DE SALVACIÓN

Las religiones han cumplido diferentes funciones psico-sociales. Han aparecido como dadoras de sentido, favorecedoras de cohesión social y prometiendo salvación. Se trata de funciones que responden a necesidades fundamentales del ser humano, en cuanto animal simbólico, gregario y carenciado, respectivamente.

El yo busca desesperadamente, por todos los medios, de manera más o menos ansiosa o incluso compulsiva, alcanzar un “paraíso”, donde calmar su carencia y experimentar la plenitud. A eso las religiones lo han llamado “salvación”.

Tal idea de la salvación, nacida en una cosmovisión mítica, presuponía la existencia de un dios salvador que, desde fuera, liberaba a los humanos de su “destierro”, devolviéndolos al “paraíso perdido” o al “cielo” imaginado siempre de manera antropomórfica.

Además de requerir la existencia de un dios salvador, la salvación así entendida partía de una visión del ser humano identificado con su “personalidad”, es decir, con el yo.

Por tanto, todo cambia de manera radical al comprender que no somos el yo con el que nuestra mente nos había identificado. Somos consciencia (vida) experimentándose en esta forma particular que llamamos yo. No necesitamos, por tanto, ser salvados -nuestra identidad es plenitud-, sino liberarnos de la ignorancia que nos reducía a lo que no somos. Dicho brevemente: no se trata de salvar al yo, sino de liberarnos de (la identificación con) él.

Los creyentes de cualquier religión argüirán que tal planteamiento peca de autosuficiencia y orgullo. Más en concreto, desde el ámbito cristiano, tal actitud es etiquetada como “pelagianismo”, en alusión a aquelle “herejía” antigua -que remite el monje Pelagio, en los siglos IV-V de nuestra era-, según la cual, el ser humano era capaz de salvarse por sus propias fuerzas.

Sin embargo, no se trata de autosuficiencia, orgullo ni neopelagianismo, porque no se afirma que el yo logre la salvación. Imaginar que el yo pudiera salvarse a sí mismo equivaldría a creer que, como en el fantasioso relato del barón de Munchausen, alguien puede salir de un pozo tirando de sus propios cabellos.

No. Se trata de comprensión: nuestra identidad no es el yo carenciado -el cual es, como cualquier puede experimentar, solo un objeto que puede ser observado-, sino justamente Eso que lo observa, es decir, Eso que es consciente del yo y de todo el mundo de las formas. Pues bien, Eso que es consciente es ya plenitud, no necesita ser salvado. Lo que somos está ya salvado; solo necesitamos caer en la cuenta, comprenderlo y vivir en conexión consciente con lo que somos.

¿Qué me viene a la mente cuando escucho la palabra “salvación”?