LA GENERACIÓN DEL DESHIELO // Ecequiel Subiza

Prefacio al libro «Profundidad humana, fraternidad universal. La espiritualidad no-dual», Desclée De Brouwer, Bilbao 2022, pp. 19-24.

Los nacidos, mujeres y hombres, hacia la mitad del siglo pasado formamos una generación especial. Es la que ha pasado de vivir entre penurias y ataduras de todo tipo en los años cincuenta, a instalarse en el cambio. Si hoy hablamos de una sociedad y de una forma de vida líquidas, podemos afirmar que nuestra generación ha sido el deshielo que la ha hecho posible.

No sé si, en aquellos años, se plantaron semillas de futuro o si empezaron a despuntar las flores germinadas en el sufrimiento tremendo de las guerras de la primera mitad del siglo.

En todo caso, somos la generación del cambio: para muchos de nosotros y nosotras, la fecha clave es mayo del 68, que centra en la revuelta de París las ansias y anhelos de aquella juventud que afirmaba: “seamos realistas, pidamos lo imposible”.

Los años sesenta son ricos en acontecimientos significativos:

La religión católica, fundamental en esta parte del mundo, se había visto sacudida por el Concilio que acabó en 1965 y que fue “convenientemente domesticado” en las décadas posteriores.

Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Albert Camus, entre otros muchos, impulsaban el existencialismo como filosofía que confrontaba la existencia con la esencia.

El ruido de los tanques en una noche de agosto del 68, tan estremecedoramente narrado en la película “La insoportable levedad de ser”, rompía la Primavera de Praga y con ella el sueño de un socialismo real más consecuente.

Hubo muchos autores, sobre todo teólogos protestantes, que reflexionaban sobre el cambio que se abría camino. Harvey Cox publicó en 1965 su obra “La Ciudad secular”, que alcanzó ventas superiores al millón de ejemplares. El paradigma de la secularización, que nace en estos momentos, tiene en su germen mucho de lo que hemos vivido décadas más tarde con la evolución de lo religioso. Una visión del mundo está decayendo, fruto de la diferenciación y autonomización de la sociedad y la religión. Empieza a descender el número de creyentes y de practicantes de la religión. Se desvía, a nivel social y cultural, la atención del mundo sobrenatural hacia el interés por los asuntos de este mundo.

H. Cox dice al principio de su obra: «El surgir de la civilización urbana y el colapso de la religión tradicional son los dos mojones principales de nuestra era; son también movimientos íntimamente ligados». Es lo que Bonhoeffer llamó, ya en 1944, «la mayoría de edad del hombre».

La sociedad, el mundo, ya no estaban bajo la tutela y/o vigilancia de la religión, de las iglesias, y por eso nos preocupaba y mucho lo político y todas las causas que en ello se juegan. Y junto a nuestros libros de teología, ya bastante plurales, empezamos a estudiar sociología, marxismo, a valorar todas las revoluciones posibles, a perseguir todas las causas nobles que creíamos podían ayudarnos a cambiar el mundo. Todo ello formaba parte de la utopía, el mundo nuevo que, aunque inalcanzable, era el motor de la vida.

En las paredes de la colina de Montmartre de París, se podía leer “Dieu est noir et femme”. Afirmar que Dios no pertenece a la raza blanca o al género masculino, puso en solfa la imagen imperturbable de Dios que hasta entonces teníamos. Creo que esta relativización de lo que puede ser Dios es decisiva para entender el declive, incluso la desaparición, de las religiones.

Se confirmaba la muerte de Dios anunciada por Nietzsche. Al menos del dios del mito, del dogma, del dios antropomorfo, del dios administrador de nuestras vidas y dueño de nuestros destinos.

Vivimos con estas pasiones, con estos anhelos, nuestra mejor juventud.

Muchos de nosotros, en aquellos momentos, optamos por seguir en la Iglesia o al menos en los aleros de su tejado, tratando de combinar las nuevas ideas, los nuevos conceptos con el compromiso social y político en sus muchas facetas.

El lógico sucederse de las estaciones cambió en este momento y tras la primavera no llegó el verano, vino el invierno. En lo religioso se produjo una involución. Duró años. Iniciada ya la segunda década del siglo XXI no se ha superado del todo. Se desactivaron los frutos del cambio conciliar y se sofocaron todos los movimientos o doctrinas que impulsaban el cambio, la liberación, la salvación integral de las personas.

Pero hace como diez, quince o veinte años, primero soñamos y después nos pusimos a ello: podíamos salir del letargo, de las dependencias, de las alienaciones, si dábamos los pasos adecuados. Así lo vivimos al menos en muchos ambientes del sur de Europa. Había que tirar el agua sucia de la bañera.

A nivel más local, puedo atestiguar que muchos y muchas evolucionamos hasta dar el paso y abandonar la Iglesia. Pero el anhelo y nostalgia estaban bien vivos. Necesitábamos nuevas claves interpretativas, renovar nuestra cosmovisión, incorporar los nuevos conocimientos, reinterpretar el humanismo, la salvación, la historia, el cambio social.

Silencio, contemplación, meditación sobreviven en formas no tan alejadas de las anteriores. La búsqueda se hace interior, personal, en el pequeño grupo como máximo. Empezamos a leer y escuchar distintas voces. Y a meditar…

Ahí, precisamente ahí, la vida nos presentó a Enrique Martínez Lozano: con paciencia, con respeto, nos fue hablando de la comprensión y la compasión, de la Realidad, de la no-dualidad, de lo transpersonal. Poco a poco, en un despertar, prolongado o no en el tiempo, las creencias se fueron sustituyendo por la reflexión sobre nuestra identidad humana y la experiencia personal de la misma.

Se alumbra entre nosotros, en libertad, una nueva forma de entender la vida en profundidad. La salvación, tan ansiada, ahora es sencillamente comprensión de lo que somos. Nuestra identidad es común. “Somos distintos, pero somos Uno”, es la clave.

Enrique entreteje psicología con espiritualidad y lo hace vida en su propia vida de cada día. Se podrán discutir sus propuestas, pero las avala con su vida. Va moldeándose a sí mismo en base a lo que descubre en su indagación interior.

Frente a muchas de las propuestas actuales, Enrique no quiere erigirse en maestro ni forma en torno a sí grupos o movimientos especiales. Ni escuelas de ningún tipo. Tampoco su actividad busca alojo en la “industria de la espiritualidad”. Vive alejado del dinero y de sus prebendas. Atento a la Realidad y la Vida, va evolucionando. No se estanca en los pasos dados o en los caminos recorridos.

En este sentido, creo que el libro que nos presenta ahora Enrique aporta nuevos hitos en el ya largo camino recorrido. Hay palabras que se van enriqueciendo y otras logran su sentido más pleno. Es el caso de la palabra “paradoja”, que adquiere centralidad como dimensión básica de lo real. Pero más importante es la definición de espiritualidad. Ya teníamos asumido que no hay distintas espiritualidades. Hay distintas religiones, distintas ramas en cada religión, distintas tradiciones de sabiduría, pero espiritualidad solamente hay una. Y no es un campo de la inteligencia. Es mucho más que la “inteligencia espiritual”.

El problema es que la palabra “espiritualidad”, por su acumulado uso histórico, se ha hecho muy polisémica y genera equívocos. Se ha tratado de sustituirla por otras más adecuadas, cayendo, a veces, en casi definiciones.  Por todo ello nos parece acertado que Enrique utilice como sinónimo la palabra “profundidad”. Su uso, sin duda, acota mucho mejor cuanto queremos decir cuando hablamos de espiritualidad.

Pero este libro nos fija otros términos que ya nos eran urgentes. Y me fijo, por brevedad, solamente en tres: política, compasión y víctimas.

Nosotros, los del 68, los que fuimos militantes de base en la misma Iglesia o en otras organizaciones sociales, no nos habíamos olvidado de lo político.

La profundidad es compasión, es amor. Pero el amor tiene, siempre ha tenido, una dimensión social y universal. No tiene límites espaciales. Por eso el amor se hace compromiso cuando se transforma en acción y en acción política.

La intuición, la certeza de la unidad transpersonal, del Uno que somos, nos impulsa hacia la igualdad. Pero para que la igualdad se transforme en fraternidad son necesarias la justicia y la libertad. Y eso es política. La política denostada por muchos, entre otros por la propia Iglesia, como algo negativo. 

“Todo otro es, en realidad, no-otro de mí”, afirma Enrique. No hay nadie que nos sea ajeno.

Este libro que vamos a leer es fruto de una apuesta por el diálogo con quienes, desde posiciones religiosas, afirman que la espiritualidad no-dual se olvida de la política, del bienestar social, de las víctimas al fin. Es cuando menos curioso, desde nuestro punto de vista, que lo hagan desde dichas posiciones.

Ojalá que la iglesia católica se abriera a un diálogo sincero con las nuevas formas de entender la vida en general y la humanidad en particular.

No, no nos olvidamos de las víctimas. En la no-dualidad muchos hemos encontrado una interpretación plausible del dolor, del sufrimiento y de lo que cada día viven las víctimas.

El ser humano vive entre el anhelo y la memoria. De la fusión de ambas cosas surge la nostalgia del futuro, la emoción que nos trae el pre-sentimiento de nuestra casa.

Por eso, desde la no-dualidad, desde la espiritualidad o profundidad laica, seguimos pidiendo lo imposible: Igualdad, justicia, libertad, fraternidad, paz.

Por este orden.

Ecequiel Subiza.