Fe y afectividad

FE Y AFECTIVIDAD: UNA RELACIÓN DIALÉCTICA[1]

Hacia un ajuste integrador 

Han quedado atrás los tiempos en que “fe” y “afectividad” se miraban con recelo. Y, al acercarse, han descubierto que son complementarias y mutuamente potenciadoras, siempre que se vivan desde una lucidez que las reconoce en relación dialéctica: una vivencia ajustada de la afectividad facilita una vivencia adulta y genuina de la fe, y una vivencia ajustada de la fe favorece la maduración y la integración afectiva. En la medida en que ambas dimensiones se van integrando, la persona crece en unificación y en amor. Se percibe encajada en quien es, con sus limitaciones y carencias, serena y en camino. Y enraizada en su dimensión más profunda, en Dios, se deja “desplegar” hacia fuera.
Subrayo el término “ajuste”, porque ahí se encuentra la clave para que ambas vivencias resulten mutuamente enriquecedoras. Una vivencia desajustada de la afectividad puede llegar a bloquear o distorsionar el proceso de fe de la persona, del mismo modo que una vivencia desajustada de la fe puede repercutir gravemente en su integración afectiva.
Es verdad que, en todo lo humano, habremos de contar con “desajustes”, puesto que decir humano es decir limitado y, por tanto, imperfecto. Hasta el punto de que el afán de perfección -el perfeccionismo y el no reconocimiento de la propia limitación- es con frecuencia la mayor fuente de desajustes. Ahora bien, eso no debe ser excusa para nuestra pereza o comodidad, ni freno para nuestra búsqueda de una vivencia cada vez más integrada de estas dimensiones de nuestra persona.
Ha solido achacarse a la formación sacerdotal un exceso de intelectualismo, voluntarismo y perfeccionismo. Como toda generalización, es probable que esa afirmación no haga justicia a la realidad, pero apunta en una dirección que debería hacernos pensar, en cuanto muestra dónde se han puesto los “acentos” en aquella formación. Y sabemos que, si nos descuidamos, todo acento conlleva el riesgo de un olvido.
Intelectualismo, voluntarismo y perfeccionismo son rasgos que, con mayor o menor intensidad, marcaron aquella formación y repercutieron en el modo de vivir la fe y de integrar la afectividad.
Llamo intelectualismo a un modo peculiar de ver a la persona y de aproximarse a la realidad, en el que prima lo cerebral. A partir de ahí, se potencia el desarrollo intelectual del sujeto, con el consiguiente olvido de su dimensión sensible, afectiva y corporal. Llevado al extremo, ve a la persona como una cabeza “pegada” a un cuerpo. Pero, al alejarla de su sensibilidad y corporalidad, la separa también de los sentimientos y, en último término, de la vida. Una formación de aquel tipo podía generar personas que pensaban, más que vivían. Los desajustes que se derivan de cara a una integración unificadora de la afectividad resultan evidentes.
Pero una formación intelectualista no sólo olvida el cuidado de la dimensión afectiva, sino que repercute negativamente en la propia vivencia de la fe, dando lugar a lo que se ha denominado una “fe conceptual”. No es extraño. Se trataba de un “clima” ideal para encerrar, inadvertidamente, la fe en la cabeza y convertir la experiencia creyente en asentimiento mental a formulaciones dogmáticas, perfectamente elaboradas.
Con ello, se había llegado a dos extremos igualmente peligrosos y empobrecedores: el olvido de lo afectivo y la reducción de la fe a la “creencia”. En el extremo, la persona quedaba empobrecida y Dios era reducido a un “objeto mental”, por más que se escribiera con mayúscula y se le llenara de atributos tales como “omnipotente” u “omnisciente”.
Frente a esa unilateralidad, cada vez somos más conscientes de que, si queremos avanzar en la integración de la fe y la afectividad -y, de ese modo, en la unificación de la persona-, habremos de partir de una visión diferente del ser humano, que posibilite una vivencia ajustada de la una y de la otra.
Pero creo importante decir antes una palabra sobre los otros dos puntos que aquella formación acentuaba: el voluntarismo y el perfeccionismo. Cualquier pedagogo competente sabe que, sin voluntad y sin esfuerzo, no puede haber crecimiento. Y que la voluntad es uno de los valores en baja en nuestra cultura postmoderna. Una cultura también en la que, de un modo similar, el perfeccionismo anterior se ha transmutado en un “todo da igual”. ¡Con qué facilidad nos dejamos llevar por la ley del péndulo y cómo nos cuesta mantenernos en el delicado equilibrio que tiene en cuenta los aspectos complementarios!
Porque hablar de voluntad y de búsqueda de lo más perfecto no significa aplaudir el voluntarismo y el perfeccionismo. Y esto es lo que ocurrió, a veces, en aquella formación. Era comprensible, a partir del intelectualismo, que prácticamente todo se redujera a voluntad y a perfección. De ese modo, se olvidaban los mecanismos que condicionan el comportamiento de la persona y las “leyes del crecimiento”. Mecanismos, en su mayor parte inconscientes, que actúan con una inexorabilidad parecida a la de las leyes físicas. Enfrentado a esas leyes, no sólo ignoradas sino expresamente descalificadas, no era extraño que en el sujeto se generaran sentimientos de dureza, rigidez, sobreexigencia, orgullo, resentimiento… Cuando alguien ha sido formado en un “ideal de perfección”, tiene mucho riesgo de deshumanizarse y de deshumanizar, porque fácilmente la búsqueda de perfección se convierte en un perfeccionismo que termina negando o reprimiendo todo aquello que no encaja en el ideal. Pero como nada se reprime impunemente, puede llegar a producirse en la persona una escisión (neurosis) entre su “imagen idealizada” y su sombra o “cara oculta”, con todo lo que eso repercute en el modo de vivirse a sí misma, de vivir las relaciones con los otros y de abrirse a la Gratuidad de Dios[2].
Detrás de todo lo que vengo planteando, late una doble pregunta, en la que se encuentra la clave de toda nuestra cuestión: ¿cómo vivir la afectividad?, ¿cómo vivir la fe? Preguntas que nos remiten a la importancia de crecer en una vivencia ajustada de la fe y la afectividad, que haga posible una fecunda relación dialéctica entre ellas y, en consecuencia, favorezca la unificación y la felicidad de la persona -del sacerdote- y el despliegue de su vocación a favor de los otros. Tomar en serio esas preguntas debería conducir, a mi modo de ver, a valorar el trabajo psicológico sobre uno mismo. Cada vez más, disponemos de herramientas (escuelas de formación personal, acompañamiento individual…) que pueden ayudarnos a vivir de un modo más lúcido, creciendo armoniosamente en quienes somos. Trabajo psicológico que debería ocupar un lugar relevante en la formación de los futuros sacerdotes.

La dimensión afectiva de la fe
Una relación dialéctica y enriquecedora entre fe y afectividad requiere una vivencia ajustada de ambas. ¿Qué decir sobre la vivencia ajustada de la fe? Para responder a esta pregunta en el reducido espacio de este trabajo, me centraré únicamente en dos puntos, por la estrecha relación que guardan con lo que han sido dos carencias importantes en la etapa anterior: el olvido de la dimensión afectiva y el exceso de conceptualización de la fe que parecía reducirla a creencia intelectual.

1. El afecto en la vivencia de la fe
La fe, antes que una creencia que se plasma en una formulación doctrinal, es un modo de ver, un modo de vivir, un modo de ser. Toma a toda la persona en todas sus dimensiones, de un modo integrador y configurador. Por lo que el creyente no es una persona que “tiene fe”, sino alguien tomado y configurado, cada vez más plenamente, por una experiencia radical que repercute y le hace vibrar en todo su ser.
Vibra también su afectividad. En efecto, en la experiencia de fe, se percibe enraizado en el Amor originario, incondicional y gratuito; un amor que no sólo lo envuelve, sino que lo constituye. Y, al mismo tiempo, despierta y moviliza en él toda su capacidad de amar. Necesidad de ser amado y capacidad de amar: en la fe, la afectividad ha encontrado descanso, motor y cauce.
Sin caer en anacronismos que pretenden extraer de la Escritura lo que no puede dar, no cabe duda de que ésta intuición recorre toda la Biblia: el corazón de la fe es el amor y, con él, el afecto. Empezando ya por el “primer mandamiento”.
“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deut 6, 5). El “primer mandamiento” del decálogo bíblico, ratificado por Jesús (Mc 12, 29-30), antes que imperativo, es revelatorio; antes que una orden, es una proclamación. No impone la obligación de amar a un dios separado, celoso de su honor, que se asemejaría a un soberano narcisista y vanidoso. Una tal caricatura de Dios, fruto de la proyección humana y condicionada por un estado de conciencia mítico, nos resulta hoy inequívocamente blasfema. Es uno de los dioses que necesitamos matar[3].
No. Ese “primer mandamiento” revela algo fundamental, de lo que la Biblia irá tomando conciencia progresivamente, hasta llegar a proclamarlo con rotundidad: “Dios es amor” (1Jn 4, 8). Lo Real, el Fondo, lo Nuclear de la vida, Lo Que Es, es amor. De donde se derivan, como en cascada, todo un torrente de consecuencias, alguna de las cuales enuncio a continuación.
Creer es una cuestión de amor. Que creer sea una cuestión de amor significa, también, que, antes que cualquier otra cosa, el creyente se percibe, en su núcleo más íntimo, ser y proceder del Amor. Aquél “en quien somos, nos movemos y existimos” (Hech 17, 28) es amor. La fe es, antes que nada, experiencia de ser amado, que lleva a dejarse alcanzar e impregnar más y más por esa realidad, para descansar en ella y posibilitar que fluya y circule, compasiva y eficazmente, hacia los otros.
Acierta en la vida quien vive el camino del amor. Si el núcleo de lo Real, su “secreto” es Amor, amar no es, en primer lugar, una cuestión ética, sino de sabiduría. “Acertamos” en la medida en que vivimos el amor; nos “equivocamos” -eso significa originalmente la palabra “pecado”: errar el blanco, no acertar- siempre que vamos contra el amor.
Ésa es la razón por la que el “segundo mandamiento” – “amarás a tu prójimo como a ti mismo”- es “semejante al primero” (Mt 22, 39). No amamos por imperativo, sino porque somos amor. Es cierto que podemos vivirnos en la superficie más egocéntrica, ignorando o bloqueando la realidad más profunda. Pero, en la medida en que accedemos a nuestra realidad profunda, todo aparece unificado y armonioso; todo es un puzzle admirablemente encajado. Un puzzle sin costuras constituido, entretejido y mantenido en el Amor originario.
Ésa es la razón, también, por la que toda la vida y el mensaje de Jesús se condensan en la práctica del amor. Centrado en el núcleo de lo Real, es un mensaje sabio que no conoce dualismos. Lo que define al creyente no es que diga “Señor, Señor”, sino la práctica compasiva del “haz tú lo mismo” (Lc 10, 37).
Dios es fácilmente amable. El creyente que no se ha perdido en los conceptos, que no se ha enfriado en la rutina ni se ha enredado en mecanismos psicológicos egoicos, se siente gozosamente fascinado y atraído por el Dios Amor, la luminosidad radiante y amorosa de Lo Que Es. Por eso, considerar aquel primer mandamiento como una obligación parece indicar que no se ha captado su sentido más profundo; en todo caso, el mandamiento es un “recordatorio” que quiere hacernos volver a la realidad. Es un gozo amar a Dios porque es amor… y amor es lo que somos.

2. Dios no puede ser pensado
Cuando, advertida o inadvertidamente, insistimos prioritariamente en lo conceptual, empobrecemos y oscurecemos la fe. No sólo porque una actitud de ese tipo olvida nada menos que lo nuclear de esa misma fe -la luminosidad amorosa de lo Real-, sino porque evidencia una arrogancia insostenible: creer que se puede pensar a Dios. Dios no puede ser pensado, por el hecho simple de que nuestra mente puede únicamente pensar objetos limitados: de hecho, pensar implica delimitar y, por ello mismo, limitar. De ahí que cualquier pensamiento sobre Dios no consigue otra cosa que objetivarlo, es decir, reducirlo y velarlo.
La pretensión de “saber” mucho sobre Dios y de hablar de Él sin cautela no genera sino ateísmo. Porque un Dios del que se “sabe” mucho no puede ser Dios, sino una proyección de nuestra mente. El Dios que se puede pensar nunca es el verdadero Dios. Tenía razón el viejo maestro del Tao Te Ching: “El que sabe no habla, y el que habla no sabe”. Todo lo que podamos llegar a pensar es categorizable, pero Dios -por definición- es lo que está más allá de toda categoría.
La fe requiere, por tanto, ir “más allá” del pensamiento. Porque el Dios que no puede ser pensado, puede ser intuido, percibido, experimentado en la contemplación in-mediata. Y puede ser vivido, en una vivencia que tomará toda nuestra persona, también nuestra afectividad.
  
Afectividad y madurez humana
El “campo de pruebas” de la fe y de la oración es la vida cotidiana. La mejor religión -decía el Dalai Lama- es la que hace mejores personas. Y si la fe no va provocando un proceso de transformación personal habría que preguntarse en qué trampas ha caído el creyente. Las trampas pueden ser muy sutiles y guardan relación, más o menos directa, con la afectividad. Por una razón obvia: lo que frena o impide el crecimiento personal son problemáticas y mecanismos relacionados con la vivencia de lo afectivo. Una afectividad no integrada hará inviable la transformación personal y repercutirá negativamente en la vivencia de la fe.
Detrás de una afectividad no integrada hay una herida o una carencia afectiva, provocadas por la no respuesta ajustada a la necesidad del niño de sentirse reconocido. Todo empezó por la necesidad. La frustración reiterada de aquella necesidad básica provocará una herida que, reprimida, se enquistará en el organismo psíquico del niño, provocando desajustes más o menos serios en su modo de vivir y de percibir. De hecho, aquel sufrimiento habrá de ser el factor más relevante que origine un funcionamiento cerebral -ante el sufrimiento psíquico-afectivo reiterado, el niño, en un instinto de protección, “huye” a la cabeza-, en el que “enganche” la formación intelectualista de que hablaba al principio. Y todo quedará afectado: la relación consigo mismo, la relación con los otros, el modo de afrontar la vida y la apertura a la dimensión espiritual, todo será deudor de aquellas primeras experiencias.
En ellas, en el “reflejo” que el niño recibe de sus padres, se fragua la relación consigo mismo, relación básica que condicionará todas las demás. Si, gracias a lo vivido en ellas, el niño crece en aceptación y valoración de sí, conociéndose en sus riquezas y en sus límites, podrá desarrollarse una afectividad integrada y armoniosa. Si, por el contrario, la carencia de aquella primaria “urdimbre afectiva”, de que hablara el profesor Rof Carballo, provoca grietas de importancia en su psiquismo, nos encontraremos con una afectividad “hambrienta”, que, de un modo tan inconsciente como compulsivo, reclamará en todo una respuesta que la sacie. Y la persona se verá atrapada en una voracidad, que la convertirá en consumidora de cuanto se ponga a su alcance.
La compensación nunca dará resultado, porque la herida es antigua. Se trata de un vacío sin fondo, que nada ni nadie podrá hoy colmar. Sólo un trabajo psicológico que permita “re-vivir” el dolor enquistado en el vacío, podrá sanear esa afectividad, curando la herida original. Un trabajo que a todos nos sería muy útil, por cuanto todos guardamos “señales” de aquellos primeros momentos que ya no recordamos.
Entre tanto, la voracidad tenderá a invadir todas las dimensiones de la persona, incluida la espiritual. El vacío, reconocido o no, buscará una compensación también en la vida de fe, convirtiendo la oración en un refugio o paraíso narcisista, construido a la propia medida. En esos casos, la oración puede convertirse en huida de una realidad que nos resulta costosa, haciendo de Dios el propio doble especular, un dios inadvertidamente proyectado por el propio orante.
Esa misma voracidad, que no nace de una voluntad premeditada, sino de un vacío muchas veces ignorado, aunque doloroso, hará muy difícil la vivencia de lo que constituye el corazón del mensaje evangélico: el amor gratuito. Mientras la persona se encuentre atrapada por su propia necesidad narcisista, que se manifiesta en voracidad e insaciabilidad, no podrá estar disponible para vivir la ofrenda de sí, gratuita e incondicional.
Pero, como ha quedado afirmado desde el principio, la relación entre la fe y la afectividad es dialéctica. Si el nivel de integración afectiva condiciona el modo de vivir la fe, no es menos cierto que un modo de vivir ésta favorece la integración de aquélla. Y no sólo porque Dios actúa por las rendijas de nuestra vulnerabilidad -y, en último término, todo es gracia-, sino porque una vida de fe y de oración puede ayudar a centrar y equilibrar la afectividad. Y eso, no por un espiritualismo sin sentido que quiera suplir el trabajo psicológico, sino porque coloca a la persona en su “buen lugar”, ayudándola a crecer en libertad, desapropiación y entrega.
En cualquier caso, resulta básico comprometernos con nosotros mismos para integrar nuestro mundo afectivo, desde un trabajo personal directamente orientado en esa dirección. Y desde un modo de vivir la fe y la oración que incluya el cuidado de una relación afectuosa, de valoración y aprecio, hacia nosotros mismos. Ese sentimiento de cariño hacia sí, cuando es real, no tiene nada de narcisista ni egocéntrico. Cuando se conecta con él, se percibe que es, en realidad, un cariño absolutamente inclusivo: nadie ni nada queda fuera de él. Por eso, en él nos sentimos centrados, unificados, ahondados y dinamizados hacia los otros.
El camino hacia la madurez afectiva será siempre un proceso inconcluso, un proceso de autoafirmación y donación a la vez, no para “alcanzar” algo añadido, un plus que nos perfeccione, sino para llegar a ser nosotros mismos. Si no se colara nuestro orgullo neurótico -con frecuencia, hábilmente disfrazado, buscando compensar y justificar sus necesidades pendientes-, podríamos percibir con descanso una verdad tan elemental como serena: toda nuestra tarea y nuestro único objetivo consiste en vivir lo que somos.
Ese proceso nunca acabado puede ser nombrado de modos diferentes, como un camino que conduce: del narcisismo a la donación, de la voracidad a la ofrenda, del egocentrismo a la comunión, de la ignorancia a la lucidez, de la carencia a la plenitud, del individualismo a la trascendencia, del yo al tú, al él, al nosotros, a Dios… Ése es el camino de la madurez humana[4].
¿Qué es la madurez humana? La expresión de Albert Camus, en La peste, no puede ser más acertada y hermosa: “La persona madura es la que sabe trabajar, amar y jugar”. También Freud había asociado “madurez” con capacidad de amar y de trabajar. Ahora bien, la concisión de la frase no debiera hacernos olvidar que esa capacidad requiere trabajar todo aquello -heridas y vacíos afectivos- que no nos deja estar disponibles, todo aquello pendiente que la está bloqueando. El amor humano es reactivo: la capacidad de amar se activa en la medida en que ha recibido respuesta ajustada la necesidad de ser amado. La no respuesta reiterada a esta necesidad se convierte en una “losa” que aplasta, en mayor o menor medida, la propia capacidad de amar.
Eso significa que, en el presente, para caminar hacia la meta -madurez-, habremos de pasar por una estación intermedia, que nombramos como “autoestima”. Y aquí el equilibrio es delicado: si no pasamos por esa estación, corremos el riesgo de no lograr una madurez serena; pero si convertimos la estación en meta, quedaremos estancados en el narcisismo, incapaces de abrirnos a la alteridad.
Necesitaremos un trabajo psicológico que, curando nuestras heridas y sacándonos de nuestros disfuncionamientos, nos permita llegar a una sana autoestima -a la aceptación y valoración humilde y amorosa de nosotros mismos-, como camino hacia la madurez que nos permita vivir lo que somos. Una afectividad más integrada y armoniosa repercutirá en nuestro modo de vivir la fe. Pero, a su vez, una vivencia humilde, serena y gozosa de la fe, una vivencia anclada en la experiencia de ser en Dios Amor, acelerará y fortalecerá nuestro camino hacia la madurez.

La Unidad presentida
Un trabajo psicológico favorece el proceso de integración personal y el camino hacia la madurez. Favorece incluso la apertura a la dimensión de trascendencia, por aquello que decía Maslow: todo proceso de autorrealización que no se aborta conduce a la autotrascendencia. Pero la meta humana no consiste en lograr un “yo unificado” y armonioso en sus relaciones y en su tarea. No es poco. Ese yo unificado ha hecho un trabajo encomiable para llegar a habitar su propia casa y la más amplia casa del mundo. Ese yo unificado intuye, incluso, el Secreto último de lo Real, que llamamos Dios, y se ha abierto a una relación personal con Él.
Pero, paradójicos como somos, una vez habitada nuestra casa, nos vemos empujados a trascenderla. Al tiempo que vamos trabajando nuestro yo, vamos descubriendo que la conciencia sobrepasa las fronteras egoicas y que emerge una “nueva conciencia” que reconocemos como nuestra identidad más profunda. No somos ese “yo” encapsulado en las fronteras de nuestra piel; somos, más bien, la Conciencia sin límites que en ese “yo” se manifiesta. La psicología “reclama” a la espiritualidad, una espiritualidad que pueda dar razón de lo que es, más allá de las conceptualizaciones que sobre ello se hayan hecho.

Para explicarme, necesito volver a lo que apuntaba más arriba. Un Dios pensado no sólo se convierte automáticamente en un ser objetivado -un ídolo-, sino también en un ser separado. A partir de esa “separación” inicial, que no es sino simple producto de nuestra mente dualista, será difícil que las relaciones con Dios no se planteen, incluso inconscientemente, en clave de “rivalidad”: un ser separado frente a otros seres separados, cada uno de ellos con sus propias y específicas “esferas de intereses”, prontas a entrar en conflicto. De manera que, a partir de aquel engaño dualista inicial, no resultaría extraño que se desencadenara toda una serie de consecuencias nefastas, más o menos en esta línea: objetivación, dualismo, rivalidad, legalismo, alienación, rebeldía, resentimiento… Un esquema, por lo demás, que resulta sumamente familiar para nuestro inconsciente, porque no es sino un “calco” de lo que todo niño ha vivido en la relación con sus padres, como seres “separados” y “enfrentados”. De ahí, precisamente, la fuerza con la que un tal esquema de méritos y recompensas se ha arraigado en nuestra mente.
Pero volvamos a nuestro tema. Decía que donde hay pensamiento, hay separación. La razón es simple: no podemos pensar sin separar o delimitar, sin establecer “fronteras”. Instalados en un estado de conciencia racional-mental, no podemos referirnos a Dios sino en esa misma clave de separación. Y así lo hacemos en toda oración “reflexiva” o “afectiva”. Pero, antes o después, esa forma de oración resultará insatisfactoria, como han experimentado y enseñado todos los místicos.
En este sentido, resulta particularmente llamativo el testimonio de santa Teresa de Jesús, precisamente por su insistencia en el carácter “personalista” de la oración. Pocos místicos habrán insistido tanto en la oración como “diálogo”. Pues bien, en su obra de madurez, se ve llevada a expresar la Unidad experimentada, a través de imágenes tan atrevidas como elocuentes, imágenes que apuntan al carácter no-dual de lo Real:
“Digamos que sea la unión como si dos velas de cera se juntasen tan en extremo, que toda la luz fuese una… Acá es como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río, o lo que cayó del cielo; o como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse; O como si en una pieza estuviesen dos ventanas por donde entrase gran luz; aunque entra dividida, se hace todo una luz” (7 Moradas 2,4,).

¿Qué significa todo esto? Es un paso notable que la vivencia de la fe y de la oración esté impregnada de afecto, porque tal vivencia apunta en la buena dirección: Dios es amor. Pero aquella vivencia no termina en lo relacional, a pesar de que la relacionalidad constituya nuestro modo habitual de vivirnos en el actual estado de conciencia. Porque mientras permanezcamos ahí, alimentaremos la idea de la separación. Se requiere ir más allá, en un movimiento que favorezca la transformación de la conciencia.
Y eso es lo que ocurre precisamente en cuanto vamos “más allá” del pensamiento. Nuestra conciencia egoica se ve trascendida y se manifiesta la Unidad sin costuras de lo real, donde nada se niega, pero donde todo se percibe de un modo nuevo.
Dado este paso, la afectividad ya no es un elemento que se “añadiría” a la fe. El amor mismo se manifiesta, se revela como la realidad que es y que constituye todo. El amor no es, en primer lugar, algo que recibo o algo que pongo; sencillamente, el amor es. Creer y orar, a partir de ahí, consiste sencillamente en dejarnos ser lo que en realidad somos, en la Unidad de Lo Que Es.
El sacerdote está llamado a ser “maestro espiritual”. De él se requiere que haya experimentado y pueda guiar en el camino hacia la Unidad, lo cual implica a su vez un trabajo nunca acabado de integración armoniosa entre fe y afectividad. Pero, en nuestro momento presente, a un maestro espiritual se le pide además que nos ayude a “despertar”, a salir de nuestra pequeña identidad egoica, de la ceguera e ignorancia de nuestro pequeño yo, para percibirnos como conciencia ilimitada en la Unidad de Lo Que Es. Una conciencia egoica ha de ser, necesariamente, egocéntrica. Y, aun con los mejores propósitos, todo lo que toque quedará impregnado de egocentrismo: en la economía, en el ocio, en la política… y en la religión. El ego no puede sino funcionar “egoístamente”. Y lo que parece claro es que ni la humanidad ni el planeta tendrán futuro si no se produce una transformación de la conciencia, si no pasamos de la conciencia egoica a otra unitaria, que percibe la interrelación y unidad de todo lo que existe. El cambio de conciencia es lo que propiciará el cambio de actitudes y de comportamientos. Y aquí es donde la fe tiene una tarea preciosa: la de favorecer la emergencia de esa “nueva conciencia”, a través de la práctica de la meditación. Gracias a esta práctica, es posible trascender el pensamiento y, con él, el propio yo, haciendo posible que emerja ese nuevo estado de conciencia, que nos permite “ver” la realidad en una verdad mayor que aquélla que obtenemos a través de la mente egoica. En lo que se alcanza a ver, el futuro de la vida en la tierra depende de este cambio de conciencia. Y éste, además de nuestro camino de felicidad, habrá de ser nuestro compromiso.

En-Ti
El creyente, también el sacerdote, se debate entre la intensidad del Anhelo y la pobreza de la palabra a la hora de expresarlo. Entre el atisbo de Lo que es, pleno y gozoso, y la “distancia” inevitable de la mente. Con todas las limitaciones de nuestra mente y de nuestro lenguaje, la búsqueda no cesa. De pronto, se nos regala…, se hace presente el sobrecogimiento, pero nos faltan palabras. Y, sin embargo, no podemos dejar de balbucearlo. ¿Cómo nombrarlo? ¿Cómo nombrarte?
Quiero terminar transcribiendo una oración que he publicado en otro lugar[5], pero que me permite, mejor que otra cosa, sintetizar lo que he querido exponer y hacerlo desde la perspectiva de la No-dualidad, hacia donde toda experiencia de fe conduce.

Te llamo “Tú”,
aunque eres más Yo que yo mismo.
Estoy en Ti,
pero cuando estoy en Ti, ya no soy yo.
Porque mientras soy yo
no puedo estar en Ti.

Mi yo te busca con pasión,
porque necesita un Tú que lo complete;
porque, en su conocimiento tan limitado,
busca a tientas la Verdad que se le escapa;
porque, aun en la oscuridad de su estado,
intuye la Luz que se le niega.

Y está bien:
así te busca como Tú, como Verdad y como Luz.
Pero queda insatisfecho
porque, en su agudeza,
se pregunta si no estará proyectando;
y porque, en su separación,
ve la Unidad imposible.

Lo que no imagina, pequeño yo,
es que él mismo no es sino una construcción mental,
una “forma” de ver, de conocer, de relacionarse.
Y en cuanto forma relacional -relativa-
tiene necesidad de relación,
necesidad de un Tú, necesidad de Ti,
el Sin-Forma, el Más-allá de toda forma,
lo I-limitado y Absoluto,
que todo lo llenas y en todo te manifiestas;
la Fuente original y el Movimiento de la vida.

Y ha sido esa necesidad, esa intuición,
la que ha llevado a mi pequeño yo
a buscarte desde siempre,
sin cejar en el empeño;
a hablarte desde la alabanza y la gratitud,
desde la necesidad y el sufrimiento.
Ha sido mi pequeño yo el que,
a partir de su lectura del mensaje de Jesús,
te ha llamado Padre
y te ha vivido como Amigo,
“Dios, Amigo de la Vida”.
Y no andaba desencaminado,
pequeño yo, buscador infatigable:
el Fondo de la Vida es Amistad
porque es Comunión y Unidad.

Pero algo ocurrió un día:
el pequeño yo descubrió su desnudez;
lo que él había considerado como su identidad
no era sino una “forma” de verse;
el “yo” tomado como realidad consistente
mostró su inconsistencia.

Tal descubrimiento supuso una sacudida,
un maremoto que amenazaba
todas las certezas anteriores.
Y algo de eso ocurrió,
porque hizo inevitable una re-lectura
de todo lo previamente “adquirido”.
Sin embargo, con la nueva experiencia,
nada valioso se perdió.
Muy al contrario,
se abría camino, ¡ahora sí!,
la Unidad que es.
Y, en el mismo proceso,
el pequeño yo era “negado”,
creando un espacio inédito de libertad,
de amplitud y comunión.
Se me había dado descubrir algo elemental,
que ya dijo el mismo Jesús:
la negación del pequeño yo
-“negarse a sí mismo”-
es condición ineludible para abrirse a la verdadera identidad,
la Verdad no-dual,
la Identidad que es comunión.

Es verdad que el pequeño yo
sigue añorando sus antiguas formas,
incluida su forma de orar:
necesita de la relación,
necesita dirigirse a Ti como su Tú,
y llamarte “Padre” y “Amigo”,
y eso le hace bien.
Pero, poco a poco,
está aprendiendo a hacerlo sin apego,
como el que sabe que se trata únicamente
de una forma transitoria,
como quien vive en un nivel de conciencia diferente.

Más allá de la palabra,
más allá de la imagen,
más allá del concepto,
más allá de la mente…,
¿cómo llamarte?,
¿cómo nombrarte?,
¿cómo agradecerte?,
¿cómo alabarte?,
¿cómo amarte?…

Me quedo en-Ti
en el Silencio,
en la Atención,
en el Presente.
En Ti,
que eres más Yo que yo mismo.
Me quedo en Ti,
porque ya no hay un “yo” enfrente,
porque no soy “yo”.

En el momento en que abandono los conceptos,
se me abren los ojos:
“Tú” y “yo” somos, en realidad, no-dos.
Por eso, no eres un “Tú” para “mí”.
Sencillamente, ES.
Todo es
lo Informe en la forma,
lo Absoluto en lo relativo,
lo Infinito en lo finito,
Unidad…,
Amor,
DIOS.
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[1] Este trabajo ha sido publicado en Surge 641-644 (mayo-diciembre 2007) 471-487. Bajo la dirección de Saturnino Gamarra, se han agrupado esos números de la revista para configurar un extenso volumen monográfico bajo el título La fe del sacerdote.  
[2] En la imposibilidad de desarrollar aquí toda esta temática, remito a mi libro Nuestra cara oculta. Integración de la sombra y unificación personal, Narcea, Madrid 22007.
[3] J. M. MARDONES, Matar a nuestros dioses. Un Dios para un creyente adulto, PPC, Madrid 2006.
[4] J. MELLONI, Relaciones humanas y relaciones con Dios. El yo y el tú trascendidos, San Pablo, Madrid 2006.
[5] Vivir lo que somos. Cuatro actitudes y un camino, Desclée de Brouwer, Bilbao 32007, pp. 56-60..