Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario
24 noviembre 2019
Lc 23, 35-43
En aquel tiempo, las autoridades y el pueblo hacían muecas a Jesús, diciendo: “A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido”. Se burlaban de él también los soldados ofreciéndole vinagre diciendo: “Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo”. Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Este es el rey de los judíos”. Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero el otro lo increpaba: “¿Ni siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha faltado en nada”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Jesús le respondió: “Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso”.
ESTAMOS EN EL PARAÍSO
Si se lee solo desde la mente y reduciéndose al mundo de las formas, afirmar que “estamos en el Paraíso” suena a blasfemia contra tantas víctimas inocentes de tanto tipo de dolor como hay en nuestro mundo. Y nos sublevamos con razón ante el riesgo de banalizar la injusticia y el sufrimiento.
Pero no es esa la lectura, y nada de ello se niega. Tal afirmación apunta a señalar nuestra identidad más profunda, la verdad última de lo que somos. Y esa es la Buena Noticia para todos, incluidas en primer lugar las víctimas: lo que realmente somos se halla siempre a salvo.
La comprensión de lo que somos –si es tal–, lejos de conducir a la indiferencia o pasividad, moviliza lo mejor de nosotros mismos en favor de los demás. Y lo hacemos, no desde un imperativo moral, sino desde la gratuidad que nace de la propia comprensión de que todo otro soy yo.
Esa es la comprensión que alentó a Jesús de Nazaret. Aun en medio de la tortura –y sin que ello le evitara el dolor–, se sabe en el “Paraíso”. La mente lo sigue imaginando en el futuro –“estarás»–, pero en realidad el Paraíso no es un lugar; es lo que somos.
Jesús se sabe en él, porque es consciente de su identidad: “El Padre y yo somos uno”, “Yo soy la Vida”, “Yo soy”… Es precisamente esa comprensión la que explica su modo de vivir y de morir, la manera en que planteó su existencia y afrontó su muerte. Tal consciencia no le ahorró el dolor, pero lo sostuvo en la confianza que contagiaba.
Y porque sabía qué era él, sabía de la misma manera que también su compañero de suplicio compartía la misma identidad. Y sabía que la Vida que somos no acaba en la muerte.
El “hoy” del evangelio de Lucas no hace referencia a un momento cronológico, sino al Presente atemporal, en realidad lo único existente. El tiempo es algo que nace con las formas y con la lectura (secuencial) propia de la mente. Pero, hablando con rigor, únicamente existe el presente que contiene todas las formas.
El Presente así entendido –Presencia consciente–, como el Paraíso, es otro nombre de lo que somos…, y nunca hemos dejado ni dejaremos de serlo.
Y ¿por qué, si es lo que somos, no lo vemos? Porque miramos solo desde la mente. Y desde ella captamos únicamente lo que ella misma permite, solo formas. En las formas, siempre impermanentes, nos reducimos al yo, a un yo además que se percibe como carencia y se ve sujeto a frustraciones constantes.
Con tales características, es comprensible que el yo vea el “Paraíso” como algo que está fuera y en el futuro. Lo ha transformado en un objeto y en una creencia, olvidando que es nuestra más profunda identidad.
Mientras me vea a mí mismo como un yo separado, marcado por la carencia, la fragilidad y el miedo, no podré “ver” lo que realmente somos. El propio dolor que experimenta esta forma (persona) se convertirá en obstáculo para ello.
Pero, ¿qué ocurre cuando somos capaces de “vernos” más allá de ese yo? Dicho de otro modo: cuando tu mente está en silencio, en este mismo momento –ese presente atemporal, al que antes me refería–, ¿qué te falta?
El presente es plenitud y “Paraíso”: eso es lo que somos.
¿Me vivo desde la mente o desde el Silencio?