Suele ser habitual entre los humanos recurrir a etiquetas simplistas para descalificar, de manera rápida y tajante, aquellas posturas que discrepan de las propias. Las etiquetas denotan pereza intelectual, pero resultan eficaces, porque evitan el trabajo riguroso que supone estudiar a fondo una propuesta, analizarla en profundidad y entrar en diálogo con ella. Es mucho más fácil y más cómodo “cargarse de razón” y descalificar aquello con lo que no comulgo.
Una de las etiquetas más recurrentes que se aplican a la espiritualidad no religiosa -liberada de la tutela de la religión- es la de “gnosticismo”. Tal espiritualidad -vienen a decir- no aporta nada nuevo -el gnosticismo es muy antiguo- ni nada valioso -se da por supuesto que ya se demostró la mentira gnóstica-, por lo que ni siquiera vale la pena detenerse en ello.
Algún autor ha pretendido ir más lejos todavía: en un primer momento, etiqueta a la espiritualidad no religiosa como “gnóstica” y, a continuación, hace lo mismo con el gnosticismo, calificándolo de “filosofía parásita”. Uno puede entender que se trate de un desahogo del autor, que a él le aporte tranquilidad, pero ciertamente no da razón de lo que es el gnosticismo y, menos aún, de la relación que guarda con la espiritualidad. La búsqueda de la verdad -y no la de “tener razón”- requiere un trabajo más honesto y riguroso que el recurso a la etiqueta fácil.
Para empezar, el gnosticismo no fue una filosofía uniforme, por lo que resulta imposible reducir todas sus variantes a una sola. El gnosticismo –del griego gnosis: conocimiento– alude a todo un conjunto de corrientes filosófico-religiosas, de origen oriental o asiático, en auge en los primeros siglos del cristianismo, hasta el punto de que, en cierto modo, llegó a constituir una especie de atmósfera cultural que coloreaba todo el pensamiento de la época. Prometía un conocimiento misterioso y secreto que conduciría a la salvación. Tras una etapa de cierto prestigio entre los intelectuales cristianos, fue declarado herético. Contenía posturas filosóficas muy diversas; sus ideas tenían un carácter panteísta, sincretista, hermético, elitista y dualista. Hoy en día, se asocia habitualmente, de manera despectiva, al mundo de lo oculto, e incluso a la pura elucubración mental.
Toda etiqueta ha de contener alguna referencia adecuada ya que, de lo contrario, quedaría invalidada. Pues bien, si el gnosticismo y la espiritualidad tienen un punto en común, sería este: no llegamos a la plenitud a través de creencias, sino gracias a la comprensión.
Este sería el único punto de contacto, por lo que cualquier otra atribución -dualismo, esoterismo, hermetismo, ocultismo, elitismo, espiritualismo, desprecio del cuerpo y de la materia, etc.- resulta claramente fuera de lugar y no busca sino confundir.
En realidad, con todos los errores en que pudo incurrir, el gnosticismo, lejos de ser una “filosofía parásita”, pretendía un acceso a la verdad más allá de ideas filosóficas y de creencias religiosas, un conocimiento (gnosis) que pudiera experimentarse por uno mismo.
Por ello, dejando de lado tantísimas variantes, así como sus abundantes y exageradas elucubraciones mentales -y sin negar que, incluso en la actualidad, existan grupos que se autodenominan “gnósticos”, que sostienen ideas extravagantes y funcionan en la práctica como sectas destructivas-, en una síntesis escueta, el núcleo del gnosticismo podría resumirse en esta afirmación: La persona tiene acceso directo a la “salvación” personal o liberación y el camino es la comprensión (gnosis) de lo que somos. Afirmación que, así planteada, parece incuestionable. Porque si no se admite el camino de la comprensión, solo quedaría otro: el de la creencia (por la que creemos que lo que nos salva es…); creencias que suelen incluir mitos, como el de una salvación concedida por un ser celeste. Sin embargo, por más que durante mucho tiempo haya ocupado un lugar preeminente, cada vez vemos con más claridad que toda creencia no es más que un constructo mental y, en consecuencia, nada fiable. La comprensión, por el contrario, no se apoya en creencias, sino en la experiencia o en la indagación. Todo lo cual puede resumirse en esta frase: donde hay creencias, no hay comprensión, y donde hay comprensión, no hay creencias.