Domingo IV del Tiempo Ordinario
28 enero 2024
Mc 1, 21-28
Llegó Jesús a Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres, el Santo de Dios”. Jesús lo increpó: “Cállate y sal de él”. El espíritu inmundo, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen”. Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.
ENSEÑAR CON AUTORIDAD
La palabra “autoridad” goza de una merecida mala fama. Evoca autoritarismo, imposición y prepotencia. Sin embargo, su etimología destaca exactamente todo lo contrario. Viene del verbo latino “augere”, que significa hacer crecer, aumentar e incluso aupar. Vive la autoridad quien ayuda a crecer y aúpa a las personas.
Es claro, por tanto, que la autoridad no proviene de un cargo ni de un título, sino que es una actitud de la persona que ha optado por vivirse en clave de ayuda, servicio y amor por los demás.
Así entendida, la práctica de la autoridad únicamente es posible cuando la persona ha alcanzado una cierta consistencia interior, ha cultivado su propio autoconocimiento y ha desplegado su capacidad de amar.
Con todo ello, parece obvio que “enseñar con autoridad” requiere una doble condición: por un lado, haber experimentado aquello de lo que se habla; por otro, vivir en clave de servicio y de amor hacia los otros.
Cuando alguien habla desde su propia experiencia, su palabra nos llega, resuena en nuestro interior, produce ecos capaces de despertar en nosotros lo que ya sabíamos, aunque lo tuviéramos olvidado o incluso ignorado. Por el contrario, cuando no se habla desde la experiencia, el discurso suena vacío -“a lata”, suele decir la gente de mi pueblo-, puede movilizar la mente, pero no alcanza nuestro corazón.
Sin embargo, no basta con hablar de lo experimentado. Se requiere, igualmente, limpieza, desapropiación y amor en el compartir. No es extraño que, al encontrarse ante un público dispuesto a escuchar, se pueda caer en alguna trampa narcisista, que tenga que ver con realzar la propia imagen, con destacar por encima de los otros o con imponer su propio punto de vista. Enseña con autoridad quien, sencillamente, ofrece, comparte y regala lo que él mismo ha visto y experimentado. No busca reconocimiento, ni aplauso, ni sumisión, ni afán de convencer a nadie. Se vive como cauce desapropiado por el que fluye lo que se le ha regalado vivir.
Enseñar con autoridad equivale a compartir desapropiadamente aquello que uno mismo ha experimentado, con el único objetivo de ayudar a comprender y a vivir, de “aupar” o hacer crecer a las personas que se le acercan.