El día está frío, aislado y mudo,
un día normal y plano,
un tanto desaliñado.
De pronto y sin aparente motivo,
el sol de invierno se abre paso
entre las densas cortinas
que separan consciencia e ignorancia.
Una huella de luz diminuta,
conocida, como anhelo de siempre,
con voz de manantial, susurra:
Deja hablar al corazón,
que los ruidos callen,
que enmudezca el afónico grito de lo mejor
y se exprese, sencillamente, lo que hay,
sin el envoltorio ni el maquillaje de lo bueno.
Que no cale el devastador eco del juicio,
la sorda represión de lo que no tendría que ser.
Que la vida se diga, honestamente,
vestida de fiesta o con harapos,
que la vida se diga amplia y libremente.
Que la vida se diga así, sin nada más,
como está,
como es.
Y al día le crecen brazos,
como horas serenas que apapachan al mundo,
le crecen manos que acarician almas,
cansadas, doloridas, alegres, despistadas…,
le crecen pies descalzos que se acercan
y esperan, sin miedo, en el invierno.
Al día le crece un inmenso espacio,
un hueco cálido en el que todo cabe.
Al día le crece…, el día
y muestra, más allá del tiempo,
simplemente, sin estridencia,
la luminosa corriente que lo impregna todo
de verdadera y amorosa belleza.
Y tú, consciente de los diferentes niveles
en los que palpita ese día frío,
aparentemente aislado y mudo,
la ves.
Esther Fernández Lorente.