Domingo XXIII del Tiempo Ordinario
8 septiembre 2019
Lc 14, 25-33
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús. Él se volvió y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que mandan, diciendo: «Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar». ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío”.
EL PORQUÉ DE LA RENUNCIA
Las palabras de Jesús son una llamada al realismo. Más allá de las imágenes a las que recurre, podrían sintetizarse de este modo: ¿Hasta dónde estoy dispuesto a ir? ¿Estoy motivado y decidido para mantener el “sí” a lo que es hasta el final?
Es habitual entre los humanos ilusionarnos con facilidad y lanzarnos rápidamente a cualquier empresa. Pero no es raro que, con la misma rapidez, abandonemos o nos retiremos. Habíamos calculado mal nuestro empeño o nuestra motivación. A eso se refiere el conocido dicho popular que se aplica en esos casos, referido a la persona que empieza con fuerza pero que rápidamente se estanca. Tal persona –se dice– tiene “arrancada de caballo y parada de burro”.
¿Qué falla ahí? Probablemente ha faltado realismo: el anhelo es grande, pero la comprensión –y la motivación– no lo eran tanto. Podían más los deseos y los miedos del yo, que nos hacen girar en torno a él.
Las imágenes que utiliza Jesús –posponer padre, madre, mujer e hijos… y llevar la cruz– apuntan a la radicalidad de la entrega a lo que la Vida quiere, en definitiva, a lo que realmente somos.
No se trata, por tanto, de dolorismo ni de renuncia voluntarista: ambas actitudes, paradójicamente, suelen inflar al ego. Se trata, una vez más, de comprensión y de coherencia. ¿Cómo quiero vivir? ¿Para el yo y sus intereses o anclado en mi (nuestra) verdadera identidad, que es una con la Vida?
En el primer caso, el yo calcula lo que para él son ventajas y peligros, pero a costa de seguir, en la práctica, en la ignorancia acerca de quien soy. Solo cuando comprendo que no soy ese yo separado, se produce una alineación con lo real, con la vida. Y desde ahí vivo un “sí” a lo que es, por más que implique “pérdidas” de todo tipo. Pero ese “sí” no nace como sometimiento a una voluntad ajena; es resultado de ser fiel, no al ego hipnotizador que me confunde, sino a aquello que realmente soy (somos). Solo de esa comprensión puede nacer la acción adecuada.
“Llevar la cruz” no es ser amigo del dolor, sino signo de lucidez. Significa asumir que toda la existencia es un camino progresivo de “muerte del yo” (de la identificación con él), para posibilitar que “nazca” y viva lo que realmente somos. Como dijera el propio Jesús, se trata de “perder para ganar”, morir para vivir.
¿Hasta dónde estoy dispuesto a llegar para vivir lo que soy?