EL MITO DE LA SALVACIÓN

Domingo de Pasión

2 abril 2023

Mt 27, 11-54

 

En aquel tiempo, Jesús fue llevado ante el gobernador, y el gobernador le preguntó:
– ¿Eres tú el rey de los judíos?
Jesús le respondió:
– Tú lo dices.
Y mientras lo acusaban los sumos sacerdotes y los senadores, no contestaba nada. Entonces Pilato le preguntó:
– ¿No oyes cuántos cargos presentan contra ti?
Como no contestaba a ninguna pregunta, el gobernador estaba muy extrañado. Por la fiesta, el gobernador solía soltar un preso, el que la gente quisiera. Tenía entonces un preso famoso, llamado Barrabás. Cuando la gente acudió, dijo Pilato:
– ¿A quién queréis que os suelte, a Barrabás o a Jesús, al que llaman el Mesías?
Pues sabía que se lo habían entregado por envidia. Y mientras estaba sentado en el tribunal, su mujer le mandó a decir:
– No te metas con ese justo porque esta noche he sufrido mucho soñando con él.
Pero los sumos sacerdotes y los senadores convencieron a la gente que pidieran el indulto de Barrabás y la muerte de Jesús.
El gobernador preguntó:
– ¿A cuál de los dos queréis que os suelte?
Ellos dijeron:
– A Barrabás.
Pilato les preguntó:
– ¿Y qué hago con Jesús, llamado el Mesías?
Contestaron todos:
– Que lo crucifiquen.
Pilato insistió:
– Pues, ¿qué mal ha hecho?
Pero ellos gritaban más fuerte:
– ¡Que lo crucifiquen!
Al ver Pilato que todo era inútil y que, al contrario, se estaba formando un tumulto, tomó agua y se lavó las manos en presencia del pueblo, diciendo:
– Soy inocente de esta sangre. ¡Allá vosotros!
Y el pueblo entero contestó:
– ¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!
Entonces les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran.
Los soldados del gobernador se llevaron a Jesús al pretorio y reunieron alrededor de él a toda la compañía: lo desnudaron y le pusieron un manto de color púrpura y trenzando una corona de espinas se la ciñeron a la cabeza y le pusieron una caña en la mano derecha. Y, doblando ante él la rodilla, se burlaban de él diciendo:
– ¡Salve, rey de los judíos!
Luego le escupían, le quitaban la caña y le golpeaban con ella la cabeza. Y terminada la burla, le quitaron el manto, le pusieron la ropa y lo llevaron a crucificar.
Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón, y lo forzaron a que llevara la cruz.
Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir: “La Calavera”), le dieron a beber vino mezclado con hiel; el lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo. Encima de la cabeza colocaron un letrero con esta inscripción: ESTE ES JESÚS, EL REY DE LOS JUDÍOS. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a la derecha y otro a la izquierda. Los que pasaban, lo injuriaban y decían meneando la cabeza:
– Tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz.
Los sumos sacerdotes con los letrados y los senadores se burlaban también diciendo:
– A otros ha salvado y él no se puede salvar. ¿No es el Rey de Israel? Que baje ahora de la cruz y le creeremos. ¿No ha confiado en Dios? Si tanto lo quiere Dios, que lo libre ahora. ¿No decía que era Hijo de Dios?
Hasta los bandidos que estaban crucificados con él lo insultaban.
Desde el mediodía hasta la media tarde vinieron tinieblas sobre toda aquella región. A media tarde, Jesús gritó:
Elí, Elí, lamá sabaktaní. (Es decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”).
Al oírlo algunos de los que estaban por allí dijeron:
– A Elías llama este.
Uno de ellos fue corriendo; enseguida tomó una esponja empapada en vinagre y, sujetándola en una caña, le dio de beber. Los demás decían:
– Déjalo, a ver si viene Elías a salvarlo.
Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.
Entonces el velo del templo se rasgó en dos de arriba abajo; la tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos cuerpos de los santos que habían muerto resucitaron. Después que él resucitó, salieron de las tumbas, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos.
El centurión y sus hombres, que custodiaban a Jesús, al ver el terremoto y lo que pasaba, dijeron aterrorizados:
– Realmente este era Hijo de Dios.

EL MITO DE LA SALVACIÓN

La doctrina cristiana de la salvación es la contracara de la doctrina del pecado original, hasta el punto de reclamarse mutuamente: por eso se habla de “salvación del pecado”.

Tal conexión explica la dificultad que encuentra la teología para asumir como mito lo relativo al llamado “pecado original” o “caída de nuestros primeros padres”. Porque si esto se cuestionaba, parecía quedar vacía de contenido la doctrina de la salvación. Es decir, se vendría abajo toda la construcción teológica en torno a la salvación por la cruz y la misma figura de Jesús como “el Salvador”.

Sin embargo, ¿cómo podría sostenerse hoy la realidad del pecado original, de manera literal, tal como lo narra el relato bíblico? Incluso la propia teología reconoce que Adán (= “hecho de tierra”) y Eva (= “vitalidad, madre de los vivientes”) no han sido personajes históricos, sino símbolo de cada ser humano. ¿Qué homínidos habrían sido el “primer hombre” y la “primera mujer”? ¿Y qué dios sería aquel que, por desobedecerle, necesita castigar a toda la especie nacida de ellos?…

La conclusión parece evidente: tanto el “pecado original” como la “salvación” son mitos, es decir, relatos portadores de verdad que han de ser comprendidos de manera simbólica. ¿Cuál es su significado?

El pecado original es la ignorancia acerca de lo que somos. Ignorancia que nace con nuestra especie -en concreto, con la emergencia de la mente separadora- y que reduce nuestra identidad al yo, encerrándonos en una consciencia de separatividad y, en consecuencia, de soledad, ansiedad, miedo y culpa.

Si el pecado original fue (es) ignorancia, la salvación es sinónimo de comprensión de lo que somos: nuestra verdadera identidad está ya salvada, siempre lo ha estado. Lo único que necesitamos es caer en la cuenta, comprenderlo.

No hablo, por tanto, de que el yo se salve a sí mismo, como el barón de Münchhausen, que pretendía salir del pozo tirando de sus propios cabellos; ni siquiera de que haya que salvar al -hablando con rigor- inexistente yo: no se trata de salvar (perpetuar) al yo -como plantean las religiones-, sino de liberarnos de la identificación con él, al reconocer que no constituye nuestra verdadera identidad.

Es la comprensión, no un “sacrificio expiatorio”, lo que nos salva. ¿Nos salva Jesús? Ciertamente no, en el sentido en que habitualmente se ha entendido. En todo caso, nos “salva” -ilumina nuestro camino de comprensión, como tantas otras personas sabias a lo largo de la historia humana- al mostrarnos cómo vivir con acierto o sabiduría. Él vivió hasta el extremo la fidelidad al Fondo de sí mismo (“Abba”, Padre) y el amor y la entrega a los demás.

¿Qué ideas tengo del “pecado” y de la “salvación”?