Entrevista de Antonio Villarreal a Robert Sapolsky,
en El Confidencial, 28 de marzo de 2024.
Robert Sapolsky (Brooklyn, 1957) ha pasado su vida tratando de entender por qué hay gente que escoge el helado de vainilla antes que el de chocolate. La decisión puede parecer trivial, pero los mecanismos que trascienden a la elección no lo son en absoluto.
Para realizar este camino, Sapolsky se licenció en antropología biológica en Harvard y lleva décadas viajando religiosamente a Kenia para estudiar el comportamiento de los babuinos salvajes —ha pasado 25 años estudiando al mismo grupo nueve horas diarias durante cuatro meses— y cómo el estrés en su entorno les predispone a enfermedades. Más adelante, se doctoró en neuroendocrinología para buscar respuestas a cómo se correlaciona el cerebro con las hormonas y las enfermedades. Sin darse cuenta, empezó a establecer paralelismos entre trastornos de personalidad y el surgimiento de algunas religiones.
En la Universidad de Stanford, el autor imparte su doctrina a estudiantes tan dispares como de biología o la neurocirugía. Su multidisciplinariedad puede parecer extravagante a muchos colegas investigadores, cada vez más especializados en su rama, pero Sapolsky tiene un plan en la cabeza: destruir la noción de que cualquier decisión que tomemos en nuestra vida está realizada libremente, y no es el mero resultado de una acumulación de estímulos biológicos, hormonales, ambientales o socioculturales. Su libro de 2017, «Compórtate: la biología que hay detrás de nuestros mejores y peores comportamientos», analizaba, a lo largo de 982 páginas, cómo todo lo que hacemos, ya sea algo bueno o despreciable, trascendental o banal, puede explicarse sin aludir a la dichosa libertad.
Para él no es un concepto nuevo. Tomó la decisión de que «no existe tal cosa como el libre albedrío» a los 13 años y ha empleado el resto de su vida en demostrarlo.
Ahora, el científico y escritor asesta un golpe aún más duro al concepto con «Decidido: una ciencia de la vida sin libre albedrío», publicado, como su antecesor, por Capitán Swing y planteado como un diálogo entre Sapolsky y todos aquellos —generalmente, filósofos— que osan seguir promulgando que tenemos un poder interno para tomar nuestras decisiones de forma independiente.
Por supuesto, resulta más elegante a día de hoy sostener que tus afirmaciones están basadas en estudios científicos, pero el determinismo extremo también tiene sus problemas: aunque cada decisión que tomamos pueda ser deconstruida en fundamentos biológicos, es imposible discernir cuál de ellas nos hizo ser el tipo de persona que prefiere la tortilla de patatas con cebolla. Bajo la superficie de «Decidido» burbujea una polémica que está muy viva en la ciencia actual: la tensión entre el determinismo, el esencialismo y, finalmente, el reduccionismo. No pocas veces Sapolsky incurre en estos terrenos, pese a que prácticamente cada línea del libro esté respaldada por un estudio científico.
Por ejemplo, en un momento dado cita un trabajo que concluía que «si los sujetos estaban sentados en una habitación con un olor repugnante (en vez de uno neutro), el nivel medio de simpatía que tanto conservadores como liberales declaraban sentir hacia los homosexuales disminuía», sin embargo, con otros grupos como ancianos, lesbianas o afroamericanos esto no sucedía. ¿Cómo una experiencia olfativa desagradable puede afectar a la toma de decisiones a un nivel moral? Aquí el Sapolsky neurocientífico y el primatólogo se intercambian la bata para explicar el rol de la ínsula, la zona del cerebro que se activa con el olor o sabor de la comida rancia para provocar que la escupan. «La función de la ínsula de los mamíferos que nos dice ‘esta comida está en mal estado’ tiene probablemente cien millones de años. Después, hace unas decenas de millones de años, los humanos inventaron conceptos como la moralidad y el asco ante la violación de las normas morales. Eso es muy poco tiempo para haber desarrollado una nueva región cerebral que ‘generara’ el asco moral. En lugar de eso, el asco moral se añadió a la cartera de la ínsula; como se suele decir, en lugar de inventar, la evolución hace chapuzas, improvisando (elegantemente o no) con lo que tiene a mano».
El estilo de Sapolsky es culto, cercano y divertido, lo cual lo hace increíblemente persuasivo. Esto, como hemos visto, encierra a veces ciertos peligros, como elucubrar si la instalación de parterres con flores y plantas aromáticas podría ayudar a revertir la situación en Arabia Saudí, Irán o Yemen, países donde la homosexualidad está penada con la cárcel o incluso la muerte.
Invitación a deconstruirse
El propio autor —siguiendo su doctrina— está condicionado biológicamente a no creer en el libre albedrío. En su caso, le solicitamos amablemente una deconstrucción de sus circunstancias, ¿qué le ha llevado a escribir un libro así?
«Yo diría que fue por el grado perfecto de trauma que experimenté cuando era adolescente», responde a El Confidencial, «el espectáculo de mi falta de atletismo, un legado ancestral de neurosis o la suficiente incertidumbre sobre cómo reaccionar si me elogian o me culpan. Además, me gusta escribir…»
Se nota que el autor ha pasado prácticamente toda su vida discutiendo sobre el tema, y que cuando creía tener convencido a su interlocutor, este se sacaba de la manga alguna excepción, una paradoja o un hipotético escenario que confirmaban la existencia del libre albedrío. En este sentido, Decidido circula como una apisonadora sobre todos estos actos de indeterminismo, dispuesta a aplastar cualquier pequeño tallo que aparezca. Incluso a nivel cuántico, uno de los únicos lugares donde admite que las cosas pueden generarse de forma totalmente arbitraria.
«Ciertamente, creo que he analizado irrefutablemente todos los argumentos que un filósofo moderno haría a favor del libre albedrío», explica Sapolsky. «Por supuesto, en su mayor parte simplemente responderían que necesito leer algo de filosofía».
Estos debates suelen descarrilar a menudo por otro motivo: libertaristas y deterministas tienen conceptos diferentes de qué es el libre albedrío o cuál es su verdadero alcance. El concepto a veces se solapa con otros, como las emociones o la intuición. Por ejemplo, pensadores como António Damasio no niegan sus bases biológicas, pero creen en el libre albedrío como una construcción sociocultural que experimentamos cuando creemos estar tomando una decisión libremente.
Para Sapolsky, esta forma de ver el debate es un engaño: o el libre albedrío existe o no. «Cuando se deja de lado todo ese sofisticado filosofeo, creo que todo se reduce a que muchas personas inteligentes, no obstante, están poniendo demasiada fe en la precisión de la intuición».
La resolución de este dilema lleva siglos postergándose, y con razón. No es solo la dificultad en encontrar la respuesta, sino las consecuencias que tendría desterrar la noción. ¿Qué sentido tendría una condena o una multa si se demuestra que alguien estaba condicionado a robar o conducir a 180 kilómetros por hora? El libro desmenuza concienzudamente todos esos temores de los defensores del libre albedrío, que pronostican un apocalipsis si este llegara alguna vez a ser totalmente refutado. «No me culpe por robarle un caramelo a un niño; no hay libre albedrío», ejemplifica Sapolsky antes de explicar, con buen criterio, que es lo mismo que sucedió con el ateísmo y esa admonición atribuida a Dostoievski: si no hay Dios, todo está permitido.
Más complicado para sus intereses es negar que, aunque no exista, el libre albedrío conviene. En primer lugar, porque carecemos de un avance tecnológico capaz de identificar la causa primordial que activó la reacción en cadena neuronal que acabó con una persona apretando un gatillo para disparar a otra. Para cubrir ese hueco, así como sus implicaciones, está el libre albedrío: lo hizo libremente y será juzgado por ello.
En ese sentido, para Sapolsky, el libre albedrío vendría a ocupar un espacio parecido al de la religión. «Me gusta la analogía, particularmente en términos de los beneficios psicológicos que puede generar una creencia en el libre albedrío», indica el científico a este periódico. «Pero hay un problema similar: la religión es muy buena para reducir la ansiedad, pero a menudo es una ansiedad que la religión ha inventado previamente; creer en el libre albedrío puede reducir la ansiedad, ya que proporciona respuestas a por qué las cosas pueden no haber salido tan bien en su vida; desafortunadamente, las respuestas que suele dar son algo así como: es por tu culpa».
Con todos sus beneficios, la lectura de este fascinante alegato de 500 páginas puede dejar al lector con preocupantes secuelas, como salir del cine con su pareja y achacarle que, si no le ha gustado la película es porque tiene la testosterona alterada por el ciclo circadiano o por aquel accidente de bicicleta, que probablemente afectó al normal desarrollo de su corteza prefrontal. Avisados quedan.