EL FINAL DE UN HOMBRE HUMILDE, O CÓMO LA APROPIACIÓN ENGORDA AL EGO

Decía Tony de Mello que “todo lo que hace falta para descubrir al ego es una palabra de adulación o de crítica”.

Hace unos días estaba viendo en TV una serie entretenida. Aparecía en ella un personaje honesto, noble, cordial y, sobre todo, humilde. Afrontaba todo de manera eficaz pero desprendida, como si no tuviera ego. Por una casualidad tuvo que formar parte de un equipo que competía en un campeonato de bolos. Pero este hombre que (aparentemente) carecía de ego, tampoco tenía idea de ese juego, con lo cual el equipo estaba condenado a perder. Ante esa dificultad, alguien dentro del grupo creyó encontrar una solución: con tecnología y habilidad, consiguieron manipular la bola que había de utilizar este hombre, de modo que pudiera ser dirigida por un mando a distancia. El espectador era conocedor del truco desde el primer momento, no así el protagonista, que no salía de su sorpresa al constatar que, hiciera lo que hiciera, la bola lograba en todas las ocasiones derribar todos los bolos. Al principio, sin salir de su asombro, no daba crédito a lo que ocurría. Sin embargo, poco a poco, empezó a creer que era poseedor de una cualidad innata, que le llevó a considerarse a sí mismo como elegido por Dios para ese juego, situándose muy por encima de sus compañeros. A partir de ese momento, la bolera ocupó toda su existencia, al mismo ritmo que su ego se inflaba hasta el infinito como si careciera de límites.         

Bastó el éxito y el aplauso para que nuestro hombre elaborara toda una serie de relatos sobre sí mismo, tan ficticios, como ficticia era su capacidad para ese juego. Y cada vez que alguien del grupo, conocedor del truco, trataba de insinuarle que quizás no fuera tan experto en ese juego, se enfurecía hasta el extremo, despreciando a quien osaba poner en duda su talento para tirar los bolos. De ese modo, aquel hombre que, hasta ese momento, había aparecido ante todos como el más humilde del grupo, terminó totalmente poseído por su ego. Lo sucedido podría formularse de este modo: siempre que te apropias de algo, aunque sea falso -como lo era la supuesta habilidad de nuestro protagonista-, estás alimentando a tu ego.

El ego late en todos nosotros. Con frecuencia, vive oculto -de hecho, teme hacerse manifiesto porque podría perder valoración a los ojos de los demás-, pero basta algo aparentemente insignificante para que aflore a la superficie y tome las riendas de la persona.

El primer paso a dar, en el camino espiritual, tal vez sea aprender a reconocerlo y aceptarlo. Es un paso importante porque nos coloca, de entrada, en la verdad de lo que hay en nosotros. Y, por tanto, en la humildad.

A partir de ahí, se abre todo un recorrido de reeducación que consiste en soltar la identificación con el ego para vivir como observadores del mismo. El ego propio se desinfla cuando lo observamos: al hacer así, le vamos quitando importancia y aprendemos a reírnos de él.

A medida que somos conducidos por ese camino de verdad, que es el llamado camino espiritual, aprendemos a vivir las frustraciones como oportunidades para crecer en desapego, en un proceso que podría describirse de este modo: al sentirme frustrado en mi ego, me hago consciente de ello y del dolor que conlleva para, a continuación, tomar conciencia de que esa frustración puede servirme para seguir reconociendo que no soy ese ego frustrado y dolorido -o, en el otro extremo, como el personaje de los bolos, exitoso y aplaudido-, sino la consciencia que lo observa y que, sin condenar, sonríe, tanto ante las frustraciones que padece el ego, como ante sus éxitos.