Domingo VII del Tiempo Ordinario
23 febrero 2020
Mt 5, 38-48
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: “Sabéis que está mandado: «Ojo por ojo, diente por diente». Pues yo os digo: No hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pida, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas. Habéis oído que se dijo: «Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo». Yo, en cambio, os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os aborrecen y rezad por los que os persiguen y calumnian. Así seréis hijos de vuestro Padre que está en el cielo, que hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”.
EL AMOR ES UNIVERSAL
Una elemental ley psicológica nos recuerda que el amor humano es reactivo –aprendemos a amar en la medida en que nos hemos sentido amados– y que incluye, como condición, haber crecido en amor a sí mismo.
Ahora bien, a veces ocurre que, aun nombrándolo como amor a uno mismo, lo que en realidad vivimos es un pseudo-amor narcisista que empieza y acaba en la propia persona.
Como criterios distintivos del amor genuino señalaría dos rasgos que lo caracterizan: la humildad y la universalidad. El amor es siempre humilde, es decir, incondicional. A diferencia del pseudo-amor que se enamora de la “imagen” que queremos dar –ante los demás y ante nosotros mismos–, el amor auténtico abraza toda nuestra verdad con sus luces y sus sombras, aciertos y errores, éxitos y fracasos… Y es también universal: cuando una persona conecta con el amor genuino hacia sí misma notará que, en ese mismo movimiento, ama a todos los seres, incluidos los “enemigos”. Y no por un esfuerzo de voluntad, sino por la naturaleza misma del amor, que no conoce fronteras ni límites.
La clave radica, por tanto, en conectar conscientemente con el Amor que somos, experimentar su carácter humilde y universal y vivirnos desde ahí. Notaremos entonces que el amor a los enemigos no es fruto de nuestra voluntad o de nuestra obediencia a una norma, sino que brota del amor mismo.
Una vez más, todo se ventila en la comprensión experiencial de lo que somos, gracias a la cual es posible superar la trampa por la que nos reducimos al yo y vemos todo y a todos desde su limitada e interesada perspectiva.
Cuando, por el contrario, en lugar de vivirme desde el yo, silencio la mente y me abro a conectar con el Amor que somos, todo se irá dando –irá fluyendo– desde su fuente.
Al amarme a mí mismo/a, ¿experimento que el amor es humilde y universal?