17 abril 2022
Jn 20, 1-9
El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien quería Jesús, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro, se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro. Vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo como las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó. Pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos.
DESARROLLAR NUESTRA CAPACIDAD DE VER
En el relato, se dice que los dos discípulos vieron lo mismo y, sin embargo, únicamente Juan “vio” (en el lenguaje del cuarto evangelio: “creyó”).
Hay un “ver” asociado a la vista y a la mente que, incapaz de trascenderlas, se queda en las apariencias o en las formas. Pero hay otro “ver” que, naciendo de la atención, provoca asombro, amplía la mirada y hace posible la comprensión.
En el primer caso, hemos quedado encerrados en el “pensar”; en el segundo, nos situamos en el “atender” y el silencio de la mente. Si aquel va asociado a la rutina, este es siempre novedad. Porque pensar es volver una y otra vez sobre la ya sabido (o mentalmente elaborado), mientras que atender implica dejarse sorprender por lo nuevo (que nos había quedado oculto).
La mente nos ayuda a entender; la atención, a comprender. Y no es lo mismo. Como dice la filósofa Teresa Gaztelu, “al entender, nuestra mente se representa una realidad: hace un dibujo o un ‘mapa’ que refleje lo más fielmente posible lo dibujado; al comprender, no nos re-presentamos una realidad, sino que la presenciamos de forma directa y con todas las dimensiones de nuestro ser (cuerpo, mente, espíritu)”.
La teología, siguiendo la huella de Aristóteles y Tomás de Aquino, define la verdad como “adaequatio rei et intellectus”, es decir, como “correspondencia” entre la realidad y la idea que nuestra mente se hace de ella. Sin embargo, con los datos que hoy nos aportan las ciencias, sabemos que la trampa radica en el hecho de que nuestra mente no ve la realidad, sino solo una interpretación mental de la misma; con frecuencia sin ser consciente de ello, lo que la mente ve es una imagen que ella misma ha elaborado.
“Si comprender es ver algo en sí mismo -sigue diciendo Teresa Gaztelu-, para comprender necesitamos mirar las cosas con desapego, sin pretensión personal -de que las cosas sean de una determinada manera-, evitando colarse uno mismo en escena”.
Pues bien, esto solo es posible gracias a la atención, capacidad que se halla en todos nosotros y que podemos educar o entrenar hasta llegar a ser diestros en ella. Atendiendo lo que hacemos en cada momento, observando la mente, practicando el silencio… Silenciada la mente pensante, juzgadora y etiquetadora, se abrirá paso la comprensión: habremos pasado del “entender” al “comprender”, habremos empezado a “ver”, más allá de las apariencias y más allá de nuestras ideas previas.
¿Vivo más en el pensar o en el atender?