III Domingo del Tiempo Ordinario
22 enero 2023
Mt 4, 12-17
Al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el Profeta Isaías: “País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”. Entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: “Convertíos, porque está cerca el Reino de los cielos”.
DE LAS TINIEBLAS A LA LUZ
El profeta y poeta Isaías anhelaba la luz que disipara las tinieblas de su pueblo. Y los seguidores de Jesús identifican esa luz con la persona de su Maestro.
Durante mucho tiempo, los humanos pensaban que la luz, como la salvación, habría de llegarnos desde “fuera”. Lo cual casa bien con el nivel mítico de consciencia e incluso con nuestras primeras experiencias infantiles: al niño no le cabe otra cosa que esperar todo de los demás.
Sin embargo, ni la luz ni la salvación nos llegarán desde fuera. Esto no niega que haya personas, del presente y del pasado, que nos ayuden a “abrir los ojos”, gracias a la verdad, bondad y belleza que supieron encarnar en sus personas. Pero la luz no se halla fuera, por cuanto constituye la esencia última de todo lo que es. El fondo de lo real y nuestro propio fondo es luz. Acertaron, por tanto, aquellos sabios que designaron lo realmente real como “Dios” (de “dev” = luz o luminosidad). Y lo expresa admirablemente el Jesús del cuarto evangelio cuando proclama: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12).
Porque la luz no es “algo” que tengamos; es lo que somos, o mejor aún, aquello que nos está haciendo ser, aquello que se despliega en nosotros. Lo que ocurre es que, con demasiada frecuencia, la luz se ve cegada para nosotros mismos, como consecuencia de nuestro sufrimiento no resuelto -que nos encierra en nosotros mismos- y de nuestra ignorancia -que nos impide ver-.
Ignorancia no es falta de inteligencia. Ignorancia es no saber qué somos. Por eso, equivale a oscuridad, confusión y sufrimiento. Solo la comprensión -el comprender vivencialmente, no el mero entender- hace posible que podamos “ver”. No habrá cambiado nada, pero todo se ve de modo nuevo.
Por más que nos resulte paradójico, el camino hacia la comprensión no pasa por el pensamiento ni por las creencias, sino por el silencio de la mente. Necesitamos entrenarnos en acallar la mente para poder ver más allá de ella, en definitiva, para percibir la luz que somos y así caminar dejándonos iluminar por ella.
Tenía razón el profeta Isaías: tal vez no exista experiencia más gratificante y plena que la de pasar de las tinieblas a la luz.
¿Qué luz hay en mi vida?