19 junio 2022
Lc 9, 11b-17
En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar a la gente del Reino de Dios, y curó a los que lo necesitaban. Caía la tarde y los Doce se le acercaron a decirle: “Despide a la gente: que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida; porque aquí estamos en descampado”. Él les contestó: “Dadles vosotros de comer”. Ellos replicaron: “No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío”. Porque eran unos cinco mil hombres. Jesús dijo a sus discípulos: “Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta”. Lo hicieron así, y todos se echaron. Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se lo sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.
COMPROMISO
El test de la comprensión es el amor, que se manifiesta como compasión en situaciones de dolor o de necesidad y se plasma en compromiso o cuidado amoroso y eficaz. En síntesis, podría afirmarse que espiritualidad es compromiso.
Ahora bien, conscientes como somos de las trampas que se nos cuelan, de manera tan fácil como inadvertida, me parece importante atender tanto a lo que hacemos como al porqué o al desde donde lo hacemos. Porque son precisamente la motivación que lo anima y el lugar de donde nace los criterios decisivos que garantizan un compromiso adecuado, como supo ver Pablo cuando escribía: “Ya podría dar todos mis bienes a los pobres e incluso entregar mi cuerpo a las llamas; si no tengo amor, de nada me sirve” (1Cor 13,3).
La vivencia o no del compromiso puede verse afectada por dos trampas: la evasión y la apropiación, que dan lugar a dos modos desajustados de plantearlo y a dos distorsiones de la espiritualidad.
La evasión es característica del narcisismo egocentrado que gira en torno a los propios intereses y busca, de manera prioritaria, lograr el mayor bienestar posible (o el menor malestar), para lo que pone toda su energía en la construcción de un pequeño “paraíso narcisista” en el que sentirse a gusto y protegido de cualquier cosa que pueda molestarlo. Es claro que una actitud de este tipo hace imposible cualquier forma de compromiso y da lugar a una (pseudo)espiritualidad etérea, desimplicada y, en último término -por más que constituya un oxímoron-, narcisista. La espiritualidad se vive al servicio del ego, en su ansiosa búsqueda de “autoprotección”.
La apropiación, por su parte, consiste en vivir el compromiso al servicio de la autoafirmación del yo, que busca satisfacer necesidades generalmente inconscientes: reconocimiento, aprobación, notoriedad, compensación de culpas inconscientes, moralismo voluntarista, baja tolerancia a la frustración… Dos rasgos característicos que acompañan a esta actitud son el dualismo (“yo te ayudo a ti”) y el voluntarismo (“yo hago”) que, aun sin ser conscientes de ello, actúan como mecanismos que buscan la autoafirmación del yo. Lo que todo ello produce es un compromiso desconectado y, por ello mismo -aunque aparezca el oxímoron anteriormente mencionado-, narcisista. También aquí la espiritualidad se vive al servicio del ego, en su ansiosa búsqueda de “autoafirmación”.
El compromiso que nace del amor y de la compasión es desapropiado y desegocentrado. Naciendo de la comprensión de lo que somos, fluye con limpieza a través de nosotros. Porque la comprensión nos ha hecho ver que, en contra de la tendencia apropiadora que define al yo, en cuanto individuos particulares, no somos la fuente última de lo que acontece en nosotros. Somos, más bien, el cauce por el que acción pasa. La luz de la comprensión nos libera, tanto de la evasión cómoda, como de la apropiación caracterizada por el dualismo y el voluntarismo.
¿De dónde nace el compromiso en mí?