CREENCIAS Y VERDAD

No hace mucho, un amigo me comentaba que le había regalado algunos de mis libros a un conocido teólogo, considerado “progresista”. Y recibió la siguiente respuesta: “Mira a ver si esos libros te ayudan a mantener tu fe cristiana o no… y actúa en consecuencia”.

No se podría haber mostrado con más claridad la trampa que encierra toda creencia absolutizada: lo que interesa no es la verdad, sino sostener la propia creencia.

Con respecto a cualquier creencia que se absolutiza, me parece que son válidas las siguientes afirmaciones:

  • Toda creencia es un constructo mental (un “mapa”) y no puede no serlo.
  • En cuanto recibida, el contenido de toda creencia es siempre un conocimiento “de segunda mano”.
  • Cuando se absolutiza una creencia, cesa la búsqueda de la verdad (ocurre también en el campo científico).
  • Pierde interés la búsqueda de la verdad; lo que importa es sostener, fortalecer y expandir la propia creencia.
  • ¿Por qué se produce eso? Porque, de manera consciente o no, se ha identificado la propia creencia con la verdad.
  • Consecuencia: la verdad aparece como posesión propia, algo que se posee.
  • ¿Por qué se hace? Porque aporta una sensación de seguridad: la visión que aporta la creencia hace que sus adherentes se sientan más seguros.
  • ¿Cuál es su función? Prevenir o incluso exorcizar el miedo a la incertidumbre, a la duda, al sinsentido, en definitiva, al vacío. Se ha dicho que uno de los mayores miedos que tienen las personas es a abrir las puertas del conocimiento y descubrir que aquello en lo que habían creído, realmente no existe.
  • Consecuencia: la creencia, así entendida, constituye el mayor obstáculo para abrirnos a la verdad, al impedir la desnudez necesaria para poder acogerla, sea cual sea, más allá de las propias creencias.
  • Cuando se desmorona nuestro sistema de creencias, se produce una pérdida de primera magnitud, que requiere un duelo adecuado.
  • Y, sin embargo, como suele ocurrir en las crisis, esa pérdida constituye una gran oportunidad para trascender las creencias de todo tipo, situarnos en disposición humilde y desapropiada de apertura a la verdad y anclarnos en nuestra única certeza: la certeza de ser.
  • ¿Qué hacer? No conformarse con creencias o conocimientos de segunda mano, anclarse en la certeza de ser y no aceptar ni creer nada que uno mismo no pueda experimentar.

PREDICAR LA CONVERSIÓN

Domingo 14 de julio de 2024

Mc 6, 7-13

En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. Y añadió: “Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa”. Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.

            PREDICAR LA CONVERSIÓN

Es probable que para la gran mayoría de personas religiosas o que han crecido en ese espacio, tanto la palabra “predicar” como la de “conversión” evoquen significados concretos que prefieran olvidar.

Debido a la experiencia vivida durante muchas generaciones, el término “predicación” hace pensar en adoctrinamiento, proselitismo, imposición y sometimiento a una doctrina. Por su parte, “conversión” remite a pecado, culpa, confesión, sacrificio y reparación. En consecuencia, la unión de ambas palabras en una sola expresión reviste tonos sombríos, rutina y pesadumbre.

Tanto el abuso de esos términos, con una práctica abusivamente negativa asociada a los mismos, como la disonancia que provocan en una cultura moderna reacia a cualquier tipo de prédica y refractaria a cualquier idea de culpa, hace que sean irrecuperables.

Solo cabe, si acaso, rescatar el sentido original de “conversión”, traducción del griego “metanoia”. Ateniéndonos a la etimología, se habla aquí de “meta” (más allá) y “noia” (de “nous”: inteligencia, que podría traducirse por mente). De acuerdo con ese significado etimológico, convertirse es ir más allá de la mente. Un ir que supondrá siempre un cambio de dirección o de sentido, con respecto al camino que habíamos tomado con anterioridad.

Cada vez somos más conscientes de los límites de la mente y del peligro reduccionista y limitante que supone el hecho de absolutizarla. Si queremos avanzar en la verdad -única fuente de crecimiento, liberación y humanización-, es preciso trascenderla. Lo cual no significa en absoluto negar su lugar ni mucho menos sofocar su función crítica. Significa, sencillamente, reconocer su límite, advirtiendo que nunca puede ir más allá del mundo de los objetos. Por tanto, para avanzar en la verdad, necesitamos acallarla entrando en el silencio de los pensamientos y del yo, teniendo el coraje de integrar lo que ahí se nos revela. Eso es la “conversión”, no algo sombrío, sino fuente permanente de luz y despliegue. 

PARA QUÉ VIVIR // Esther Fernández Lorente

Para amar,
para calentar el corazón entre las manos
y mover todo el ser
al ritmo pausado y firme de sus latidos.

Para llegar
más allá, al filo de la sonrisa,
a la profunda alegría de ser, de estar,
de bailar, a nuestro peculiar ritmo,
el sincero baile de la vida
como solo, cada cual, podemos hacerlo.

Para transitar
más allá de las lágrimas,
las tristes estancias del dolor
donde aprendemos su melodía ineludible
y la tarareamos, a media voz, sin huidas,
sostenidos por la confianza.

Para caer
y volver a levantar
un día y otro día y otro
con marcas en las rodillas y heridas
en el alma que se anima, una vez más
a emprender el vuelo.

Para oler una flor,
pasear por las nubes,
dormir sobre la hierba,
escuchar el silencio y
nadar en tu mirada,
en la de cada tú que nos mira
y nos invita a pasar, a estar en su casa.

Para acoger y abrazar
con tiempo y a tiempo
a todos los seres que llegan
y quieren un espacio en el que descansar,
en el que decirse y encontrar comprensión.

Para soltar y dejar ir
a los que desean marchar
e impulsar sus velas con el aliento de la libertad.

Para contemplar la vida,
la de dentro y la de fuera,
sin juicios,
agradeciendo cada color, cada matiz,
cada hueco que nos habla
de la impermanencia que somos,
cada manantial que brota y habla
del amor que somos,
de eso que permanece siempre,
de eso que nos sostiene y nos ensancha. 

Para mí,
Para ti,
para los míos y las tuyas
(con amor y sin posesión)
para todos y todas,
para la unidad que nos trasciende
PARA VIVIR.
 Esther Fernández Lorente.

EL SABOR DE LA SABIDURÍA

Domingo 7 de julio de 2024

Mc 6, 1-6

En aquel tiempo, fue Jesús a su tierra en compañía de sus discípulos. Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que le oía se preguntaba asombrada: “¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le han enseñado? ¿Y esos milagros de sus manos? ¿No es este el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y sus hermanas no viven con nosotros aquí?”. Y desconfiaban de él. Jesús les decía: “No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se extrañó de su falta de fe.

EL SABOR DE LA SABIDURÍA

Ningún especialista duda de que los textos evangélicos son obra de las primeras comunidades cristianas que, en un proceso de elaboración nada sencillo, trataban de dar contenido y coherencia a la fe que empezaban a vivir. En ese sentido, los evangelios no son tanto crónicas, cuanto catequesis que buscan sostener, alimentar y difundir la fe en Jesús como Mesías (o Cristo).

Por ese motivo, no parece que podamos conocer nunca las palabras auténticas de Jesús, por más que haya sido este un intenso objeto de indagación por parte de biblistas y teólogos, que perseguían llegar a formular con precisión las “ipsissima verba Jesu” (las mismísimas palabras de Jesús).

Con todo, parece un dato histórico que la gente de Galilea lo reconocía como un “maestro de sabiduría”. Sin duda, porque hablaba desde la experiencia, la integridad, la coherencia y el amor.

La persona sabia no es la que repite discursos aprendidos de otros ni la que se conforma con creencias. No se acomoda resignada en un pensamiento perezoso que repite lo que le han enseñado, sino que cuestiona incansablemente el dogma y las creencias heredadas y consideradas intocables. Habla de lo que ha vivido y ha visto, ha sido transformada por ello y lo ofrece de manera desapropiada, no buscando la conformidad con lo que dice, sino como invitación para que cada cual indague y verifique por su cuenta la verdad de lo que escucha.

Las creencias son siempre un conocimiento de segunda mano y no aportan nada nuevo; simplemente, otorgan una falsa sensación de seguridad mientras se mantiene la adhesión o la fe, pero en realidad son incapaces de ofrecer consistencia. Se trata de ideas escuchadas a otros, por lo que, al repetirlas, suenan vacías de sabor. Y no solo no aportan nada nuevo, sino que, al prestarles adhesión y tomarlas como “verdaderas”, cierran el paso a la búsqueda e indagación de la verdad. En realidad, el dogma es la anti-comprensión.

Las palabras de sabiduría, por el contrario, aportan verdad y se hallan dotadas de sabor, novedad y frescor. No se trata de un sabor necesariamente “dulce” -con frecuencia, cuestionan, remueven y perturban- ni de una “novedad” esnobista, que buscara aplauso o admiración. Son palabras siempre nuevas, porque no nacen de la mente -de lo aprendido-, sino que expresan lo vivido y experimentado. Por eso resuenan con facilidad en quienes las escuchan, despertando, en esa resonancia, la sabiduría que habita en todo ser humano.

LA VIDA NO ESTÁ AMENAZADA

Domingo 30 de junio de 2024

Mc 5, 21-43

En aquel tiempo, Jesús atravesó de nuevo a la otra orilla, se reunió mucha gente a su alrededor, y se quedó junto al lago. Se acercó un jefe de la sinagoga, que se llamaba Jairo, y al verlo se echó a sus pies, rogándole con insistencia: “Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva”. Jesús se fue con él, acompañado de mucha gente que lo apretujaba. Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía doce años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto, pensando que, con solo tocarle el vestido, curaría. Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias y notó que su cuerpo estaba curado. Jesús, notando que había salido fuerza de él, se volvió enseguida, en medio de la gente, preguntando: “¿Quién me ha tocado el manto?”. Los discípulos le contestaron: “Ves cómo te apretuja la gente y preguntas: «¿quién me ha tocado?». Él seguía mirando alrededor, para ver quién había sido. La mujer se acercó asustada y temblorosa, al comprender lo que había pasado, se le echó a los pies y le confesó todo. Él le dijo: “Hija, tu fe te ha curado. Vete en paz y con salud”. Todavía estaba hablando, cuando llegaron de casa del jefe de la sinagoga para decirle: “Tu hija se ha muerto. ¿Para qué molestar más al maestro?”. Jesús alcanzó a oír lo que hablaban y le dijo al jefe de la sinagoga: “No temas; basta que tengas fe”. No permitió que lo acompañara nadie, más que Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegaron a casa del jefe de la sinagoga y encontró el alboroto de los que lloraban y se lamentaban. Entró y les dijo: “¿Qué estrépito y qué lloros son estos? La niña no está muerta”. Se reían de él. Pero él los echó fuera a todos, y con el padre y la madre de la niña y sus acompañantes entró donde estaba la niña, la tomó de la mano, y le dijo: “Talitha Qumi” (que significa: Contigo hablo, niña, levántate). La niña se puso en pie inmediatamente y echó a andar –tenía doce años– y se quedaron viendo visiones. Les insistió en que nadie se enterase; y les dijo que dieran de comer a la niña.

LA VIDA NO ESTÁ AMENAZADA

En cuanto reducimos la vida a “algo” -un objeto o contenido de la consciencia-, empezamos a verla como una realidad impermanente y fugaz. La pensamos como la cara opuesta a la muerte, como si constituyeran dos polos absolutamente contradictorios que se eliminarían mutuamente. Con tal planteamiento, no es extraño terminar asumiendo, como absolutamente cierta, la idea de que la vida se halla constantemente amenazada.

Ahora bien, cuando comprendemos que la vida no es “algo”, sino -como la consciencia- lo único realmente real, un proyecto inteligente y autodirigido en despliegue incesante, nuestra visión se modifica por completo.

Advertimos entonces que la muerte no es lo opuesto a la vida, sino al nacimiento. Que el nacer y el morir son sencillamente formas que la vida adopta. Y que la vida no corre nunca peligro ni está expuesta a ninguna amenaza. La vida es lo que es, en realidad -y hablando con rigor- lo único que realmente es.

Ahora bien, que la vida no esté amenazada no significa en absoluto que a nuestros yoes les vayan las cosas como pretenden, ni que se satisfagan sus expectativas. En cuanto formas impermanentes, los yoes se verán sometidos a altibajos y vaivenes de todo tipo -como cualquier otra forma-, padecerán cambios y pérdidas y terminarán en la muerte.

Hablamos con propiedad cuando decimos que somos Vida -el autor del cuarto evangelio lo pone en boca de Jesús en varias ocasiones-, pero el sujeto de tal expresión no es el yo particular que, envanecido, habría terminado absolutizándose. No; el sujeto que afirma ser vida solo puede ser el YO universal, ese “Yo” que todos los seres compartimos.

Y ahí nos topamos una vez más con nuestra paradoja: vistos desde un lado, somos el yo particular que se desenvuelve en el mundo de las formas: esa es nuestra personalidad; vistos desde el otro, somos vida, o mejor, la Vida es en nosotros: esa es nuestra identidad. ¿Con qué nos identificamos realmente? De ello dependerá todo lo demás.