¿»LA LETRA CON SANGRE ENTRA»?

¿TIENE EL DOLOR UNA FUNCIÓN TERAPÉUTICA?
¿SE PUEDE EDUCAR HACIENDO DAÑO A LA PERSONA?

1. Quiero pensar que todos responderíamos negativamente a la segunda de las cuestiones que encabeza este texto. ¿Quién justificaría hacer daño a alguien con el objetivo de educarlo o de ayudarlo a cambiar? Y, sin embargo, en la práctica es un comportamiento muy habitual en la relación padres-hijos, de pareja, así como en diferentes relaciones interpersonales…

¿Qué es lo que ocurre? Cuando el otro -sea hijo, pareja, amigo, conocido…-, a nuestros ojos, actúa “mal”, ¿qué hacemos? Generalmente, nos enfadamos, lo juzgamos, lo criticamos, lo condenamos… y hacemos que se sienta mal, es decir, le estamos haciendo daño.

¿Cómo lo justificamos? Rápidamente nos decimos que lo hacemos por su bien, porque queremos que cambie “a mejor”. Y nos decimos también que, al hacerle sentir mal, estamos favoreciendo que cambie su manera de comportarse.

¿Es así realmente o hay algo que se nos puede colar de manera inadvertida? Me parece que lo que sucede en esos casos tiene una explicación más simple… y menos “noble”. En realidad, nuestra reacción suele nacer de la frustración. Es justamente de la frustración de donde nacen reacciones como el enfado, el juicio, la condena…, así como el deseo de que el otro se sienta mal. Es decir, si somos honestos, habremos de reconocer que generamos reacciones que hacen daño a la otra persona…, y con frecuencia ni siquiera somos conscientes de ello.

Desde esa misma honestidad, tal vez no nos resulte difícil reconocer que, en ocasiones, hemos buscado que la otra persona se sintiera mal -es decir, objetivamente, más allá de “intenciones”, le hemos hecho daño-. Y lo hemos hecho como reacción que nacía de nuestro propio malestar.

2. Para una mayor comprensión de lo que se halla en juego, tal vez sea oportuno entender que, ante el fenómeno del dolor, suelen darse dos posturas extremas.

Por una parte, el dolorismo afirma que el dolor es bueno y valioso por sí mismo. Tal actitud suele estar vinculada con algún sentimiento de culpa y sostenida por alguna creencia religiosa. En esas bases se asienta la creencia de que el dolor repararía la culpa y nos haría merecedores de perdón.

Por otra, el hedonismo ve el dolor como algo malo en sí mismo, que hay que evitar a cualquier precio. En este caso, no es difícil detectar el vínculo de esta actitud con un narcisismo infantil.

La actitud adecuada se encuentra entre ambos extremos, reconociendo que el dolor forma parte inevitable de la existencia: dado que toda forma es impermanente, donde hay forma, habrá dolor. Ahora bien, lo decisivo es lo que se hace con el dolor.

Y la acogida constructiva del dolor se basa en dos actitudes que solo son ajustadas cuando se dan simultáneamente: la no-evitación y la no-reducción. El dolor no se supera evitándolo o negándolo -considerándolo tabú, como hace nuestra cultura-, sino aceptándolo. Pero, junto a la no-evitación, se requiere comprender que somos más que el dolor, por lo que no nos reducimos a él.

Son precisamente estas dos actitudes las que hacen posible que el dolor se convierta en oportunidad de crecimiento. Porque, al poner de manifiesto nuestra vulnerabilidad, desarbola la inflación del ego y facilita que pueda ser trascendido. La vulnerabilidad aceptada es la puerta de la compasión. Así vivido, el dolor nos hace más humanos. Pero no por el dolor mismo -como creía el dolorismo-, sino porque en él encontramos la oportunidad de conectar más en profundidad con lo que somos.

El dolor no pide ser evitado -como proclama el hedonismo-, tampoco ser glorificado -como predica el dolorismo-, sino sencillamente abrazado sin reducirnos a él.

3. A partir de aquí, podemos volver a nuestra pregunta anterior: ¿Se puede ayudar a la persona haciéndole daño o provocándole dolor? La respuesta es tajante: no. El dolor provocado no puede ser fuente de transformación. Porque, tal como he señalado antes, lo que transforma no es el dolor, sino la actitud con la que se vive.

Ese movimiento que nos lleva a hacer daño al otro -o hacer que se sienta mal- como medio para que cambie en algún comportamiento que nos parece inadecuado suele nacer de una creencia profundamente arraigada desde nuestra infancia. Probablemente, fue lo que hicieron con nosotros y, por tanto, lo que aprendimos. Es claro que el modo como fuimos tratados ha condicionado de manera efectiva nuestro modo de tratar a los demás. Lo cual no impide ver que, en sí mismo, ese modo de funcionar, mirado objetivamente, contiene un componente sádico.

Si deseamos vivir las diferentes relaciones con limpieza, sugiero indagar por este lado: ¿cómo respondo a lo que me parece un error o un comportamiento inadecuado de la otra persona (hijos, pareja, amigos…)? ¿Busco, aunque en ese momento no sea consciente, que se sienta mal? ¿O vivo esa situación desde la comprensión y, sobre todo, desde la no-reacción?

La reacción -la reactividad- siempre es egocéntrica: mi ego salta de una forma determinada ante un estímulo concreto. De ahí que únicamente es posible superar esa trampa y ese engaño cuando renunciamos a reaccionar.

Ahora bien, pasar de la reacción a la respuesta -de la reactividad a la responsabilidad-, requiere indefectiblemente tomar distancia de lo que se produce en nosotros ante un estímulo que nos “toca” sensiblemente. Sin distancia, será inevitable la reacción. La distancia –“contar hasta diez”, decían nuestras abuelas- permite acoger el estímulo, acoger igualmente el sentimiento que se ha despertado en nosotros…, pero sin dejarnos llevar por él.

Desde la comprensión, sencillamente respondemos, o mejor aún, permitimos que la vida responda a través de nosotros.

EL ALIMENTO DE LA VIDA

Domingo 4 de agosto de 2024

Jn 6, 24-35

En aquel tiempo, cuando la gente vio que ni Jesús ni sus discípulos estaban allí, se embarcaron y fueron a Cafarnaún en busca de Jesús. Al encontrarlo en la otra orilla del lago, le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo has venido aquí?”. Jesús les contestó: “Os lo aseguro: me buscáis no porque habéis visto signos, sino porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece, sino por el alimento que perdura, dando vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre; pues a este lo ha sellado el Padre, Dios”. Ellos le preguntaron: “¿Cómo podremos ocuparnos en los trabajos que Dios quiere?”. Respondió Jesús: “Este es el trabajo que Dios quiere: que creáis en el que Él ha enviado”. Ellos le replicaron: “¿Y qué signo vemos que haces tú, para que creamos en ti? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito: Les dio a comer pan del cielo”. Jesús les replicó: “Os aseguro que no fue Moisés quien os dio pan del cielo, sino que es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja del cielo y da vida al mundo”. Entonces le dijeron: “Señor, danos siempre de ese pan”. Jesús les contestó: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí no pasará hambre, y el que cree en mí no pasará nunca sed”.  

EL ALIMENTO DE LA VIDA

El ser humano, de manera consciente o no, anhela aquello que alimenta la vida. En realidad, en todo lo que emprende, va buscando vivir y vivir en plenitud. En el proceso, debido a mil factores, puede ocurrir de todo: adormecer el anhelo, evadirlo, compensarlo o confundirse y adentrarse en una dirección equivocada. Pero el anhelo seguirá siempre ahí, buscando el alimento que colma toda hambre y el agua que sacia toda sed.

El evangelio de Juan -el más alejado del Jesús histórico, así como el más cargado de simbolismo, y nacido en un entorno gnóstico- tiene como objetivo presentar a Jesús como la respuesta total al anhelo humano. Conocer a Jesús y entregarse a él -eso es creer, en este evangelio- es el camino de la salvación, es decir, de la plenitud anhelada.

El gnosticismo, más allá de etiquetas interesadamente descalificadoras, más allá también de corrientes y elucubraciones carentes de base, y tal como su nombre indica, sitúa el conocimiento (gnosis) como la piedra angular de la liberación radical del ser humano. Pero no se trata de un conocimiento mental al alcance únicamente de unos cuantos iniciados, sino de aquel conocer que se designa como sabiduría o comprensión vivencial y experiencial. Se trata de un “conocimiento sentido”, que se experimenta como un “ver”, para el que todo ser humano sin excepción está capacitado.

La comprensión nos permite alcanzar un conocimiento directo e inmediato; todo lo demás no pasará de ser un perezoso conocimiento de segunda mano. Lo que ocurre en el evangelio de Juan es que reduce la comprensión a una creencia, es decir la personaliza con exclusividad en la figura de Jesús. Sin embargo, más allá de esa identificación creyente, lo único capaz de responder al anhelo humano es la comprensión de lo que somos. Todo lo que no sea esto, se reducirá a un conocimiento de segunda mano y, por ello mismo, más o menos alienante.

El “pan de vida”, de que habla el evangelio, no se halla fuera de nosotros; es lo que somos en profundidad. Los discípulos de Juan lo percibieron en Jesús, pero parecieron olvidar algo básico: lo que es Jesús, lo somos todos.

ANILLOS DE ÁRBOL // Esther Fernández Lorente

El tiempo pasa y va dejando capas
como anillos de árbol que crecen
de dentro hacia afuera, año a año,
guardando la huella de las cosas.
Cicatrices de incendios,
grandes sequías,
inundaciones,
plagas
se
graban
como figuras
difuminadas
entre la normalidad
de las circunferencias de la vida.
La madera muestra el sentimiento
profundo de gratitud y aceptación.
La madera dibuja lo que vive
abrazando todo lo que ha sido
y acogiendo todo lo que es
en hermosos círculos concéntricos
que bailan irregulares, con marcas,
de dolor, de amor, de resiliencia.
La madera se abraza a sí misma,
sin rubor, en cada nueva capa,
sin prisa, de la periferia al centro,
vibrante, del centro a la periferia.

Miro atenta bajo mi corteza,
recorro con mis dedos, año a año,
esas huellas de la vida,
con hermosos trazos irregulares
que dibujan mi existencia
y hablan de la corriente de amor
que envuelve y acoge cada paso,
en un inmenso y comprensivo abrazo,
sin rubor, en cada nueva capa,
sin prisa de la periferia al centro,
vibrante, del centro a la periferia.

                                                                 Esther Fernández Lorente.

UN MUNDO NUEVO

Domingo 28 de julio de 2024

Jn 6, 1-15

En aquel tiempo, Jesús se marchó a la otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades). Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos. Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente dijo a Felipe: “¿Con qué compraremos panes para que coman estos?” (lo decía para tentarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer). Felipe le contestó: “Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo”. Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: “Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces, pero, ¿qué es eso para tantos?”. Jesús dijo: “Decid a la gente que se siente en el suelo”. Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron: solo los hombres eran unos cinco mil. Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados; lo mismo todo lo que quisieron del pescado. Cuando se saciaron, dijo a sus discípulos: “Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie”. Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada que sobraron a los que habían comido. La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: “Este sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo”. Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña, él solo”.

UN MUNDO NUEVO

El relato llamado de la “multiplicación de los panes” constituye una parábola preciosa del mundo que anhelamos, un mundo diametralmente opuesto a la situación en la que hoy nos encontramos. Por tanto, la cuestión que plantea la parábola podría formularse de este modo: ¿cómo pasar de la situación de un mundo fracturado, dividido, injusto y extremadamente desigual a otro mundo solidario, justo, equitativo e igualitario?

Y la respuesta parece ser solo una: tal paso únicamente podrá darse cuando se produzca una transformación de la consciencia en el ser humano. Más en concreto, en la medida en que podamos pasar de una consciencia de separatividad a la consciencia de unidad.

Todo estado de consciencia nos hace ver la realidad de una manera determinada, que condiciona, de manera necesaria y decisiva, nuestro modo de relacionarnos y de actuar. La consciencia de separatividad, mental y egoica, se caracteriza por ver la realidad como una suma de objetos separados, que el yo pretende hacer girar en torno a sí mismo. El resultado es un individualismo atroz y excluyente. Tal vez, en esa consciencia quepan los seres más cercanos y queridos, con quienes el yo hace una excepción, asumiendo sus necesidades y aspiraciones como propias. Pero el círculo de los “iguales”, en la consciencia de separatividad, es siempre extremadamente reducido; son muy contados los que caben en él.

Al crecer en la consciencia de unidad, ese círculo se amplía más y más, hasta abrazar toda la realidad. Desde esa consciencia se advierte que todo ser humano es no-otro de mí. Ahora bien, el paso de aquella consciencia de separatividad, errónea y egoica, a la consciencia de unidad precisa de un requisito imprescindible: desidentificarse del propio yo, trascenderlo, hasta llegar a experimentar que no soy el yo que había creído ser, sino la consciencia (o vida) que somos todos.

Si personalizamos la parábola, la cuestión podría tomar estos términos: ¿voy dando pasos para superar la consciencia de separatividad y vivir en la consciencia de unidad?

FE Y CREENCIAS: UN CONOCIMIENTO DE SEGUNDA MANO

En consonancia con la absolutización de la mente, característica de nuestra cultura occidental, se ha tendido a buscar la propia seguridad en creencias de diverso tipo, a las que se identificaba directamente con la verdad, terminando ellas mismas igualmente absolutizadas.

Este fenómeno ha cobrado un relieve especial en el campo religioso: la Torah, la figura de Jesús o el Corán han sido percibidos como portadores de sentido por los seguidores de la religión respectiva.

“Todo lo que un cristiano necesita para vivir con sentido -escribía alguien recientemente en un portal de información religiosa- está dicho en Jesús”. Y no contento con ello, presentaba esa actitud creyente como paradigma de la humildad, con estas palabras: “Hay quienes confían en su razón, y abrazan planteamientos metafísicos con los que tratan de dar respuesta a las preguntas límite de su existencia. Otros apuestan por el conocimiento espiritual que obtienen directamente en su interior. Otros, quizá conscientes de sus limitaciones, se dejan guiar por los criterios de alguien que les sirve de referencia”. No hace falta ser un lector avispado para entender que quienes no toman tal referencia “no son conscientes de sus limitaciones”: es el tic clerical que acusa de orgullo a quien discrepa de ellos.

Más allá de la ironía que supone atribuir una actitud humilde a quienes consideran detentar el monopolio de la verdad, me llama la atención la negatividad antropológica del planteamiento: ya que nos sabemos limitados, lo que corresponde hacer es buscar una referencia ajena.

La trampa, a mi modo de ver, consiste en atribuir a esa “referencia” un valor de verdad absoluta en sí misma, sin advertir que se trata, lisa y llanamente de una creencia.

Toda creencia -por más sublime que nos parezca, por más familiar que nos resulte y por más extendida que se encuentre- es un constructo mental. Y, en principio, no tiene más valor ni más fuerza que el que la propia mente le quiera otorgar. 

Ante estas constataciones, la persona creyente está convencida de tener guardado un as en la manga, desde el que argüir que el contenido de sus creencias ha sido revelado por la Divinidad. No advierte que, de ese modo, cae inexorablemente en un círculo vicioso -o, por decirlo con mayor rigor, en una “petición de principio”-, al dar por sentado justamente aquello que sería necesario probar. Dicho círculo podría quedar expresado de este modo: “Lo que yo creo ha sido revelado por Dios. ¿Cómo lo sabes? Porque lo afirma el Libro sagrado. ¿Y cómo sabes que ese Libro dice la verdad? Porque ha sido revelado por Dios”. Otorgar a las propias creencias una autoridad u origen divinos es otra creencia más, con la peligrosa secuela de identificarlas con la verdad.

Alguien podría argüir que es imposible vivir sin creencias y que, por tanto, los humanos estamos obligados a buscar “referencias” que doten de sentido a nuestra existencia. Sin embargo, aquí se hace necesaria una matización decisiva. Siendo cierto que la mente no puede atrapar la verdad, sino únicamente elaborar conceptos que apunten hacia ella, no es legítimo concluir identificando todo concepto o formulación mental con una creencia.

En concreto, hay una diferencia sustancial entre mapa y creencia. Llamo “mapa mental” a cualquier elaboración o constructo que nuestra mente hace de la realidad. Por su parte, la creencia es un constructo al que le hemos otorgado nuestra adhesión. Esta es la diferencia radical entre uno y otra. El mapa no requiere adhesión; lo necesitamos para poder decirnos a nosotros mismos y comunicar a los demás aquello que vamos percibiendo, pero bien conscientes de que todo lo que pensamos y decimos solo puede ser eso: un mapa, un instrumento siempre modificable a tenor de lo que vamos comprendiendo. El problema ocurre cuando un mapa determinado exige adhesión: eso significa que se ha absolutizado lo que solo era un pensamiento y que pretende apropiarse de la verdad.

Sin embargo, tanto mapas como creencias poseen un rasgo en común: son un conocimiento de segunda mano. Unos y otras han sido recibidos de quienes nos precedieron o de quienes nos los han contado: asumirlos como propios significa conformarse con un conocimiento meramente aprendido y no verificado, renunciando a conocer por uno mismo.

Lo opuesto a esa forma de conocimiento es un camino de indagación y de experimentación, por el que la persona no está dispuesta a validar ni a aceptar nada que ella misma no haya experimentado. Y esto no es orgullo, sino tomarse en serio nuestra propia condición humana.

No es posible vivir sin mapas, ya que no tenemos otro medio a nuestro alcance para decirnos y decir lo que vamos viendo. Pero es, no solo posible sino radicalmente liberador, vivir sin creencias.

Pareciera que las creencias -tanto más cuanto más se absolutizan-, más allá de la voluntad de las personas que las sostienen, encierran pereza y miedo: pereza ante el hecho de tener que indagar por uno mismo, y miedo a entrar en el terreno del no saber y de la incertidumbre, con lo que esto supone de perder lo que se vivía como fuente de seguridad.

Si hay algo que el ser humano busca por encima de cualquier otra cosa es seguridad. Ahora bien, ¿es válido conformarse con una seguridad también “de segunda mano”? O de otro modo: nuestra necesidad de seguridad, ¿es capaz de llevarse por delante incluso la búsqueda de la verdad?

El camino de indagación -de búsqueda de la verdad y de un conocimiento genuino, de primera mano- corre parejo con el hecho de soltar toda creencia, por lo que bien puede iniciarse con esta pregunta: cuando dejo caer todas mis creencias, ¿qué queda? Y ahí aparece el “no saber”, tan valorado por sabios y místicos y tan temido por la gran mayoría de los humanos. Pero el camino continúa con otra pregunta y una práctica. La pregunta es: cuando no pongo pensamiento, ¿qué queda? Y la práctica es el silencio de la mente: la vía meditativa o contemplativa.

Si la mente solo puede darnos mapas, el silencio nos pone en contacto con la verdad de lo que somos. Si pensar es barajar opiniones recibidas de otros -un conocer de segunda mano-, el silencio de la mente es el camino de poder llegar a ver por uno mismo. Y así como las creencias separan, al marcar las fronteras del “territorio creyente”, el silencio de la mente, trascendiendo la absolutización de los mapas, hace que nos encontremos en el “territorio” que compartimos, en la verdad de lo que somos.

DESCANSER

Domingo 21 de julio de 2024

Mc 6, 30-34

En aquel tiempo, los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús. Y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado. Él les dijo: “Venid vosotros solos a un sitio tranquilo a descansar un poco”. Porque eran tantos los que iban y venían, que no encontraban tiempo ni para comer. Se fueron en barca a un sitio tranquilo y apartado. Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todas las aldeas fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron. Al desembarcar, Jesús vio una multitud y sintió compasión de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor; y se puso a enseñarles con calma.

DESCANSER

El ego se caracteriza por un afán protagónico, como si llevara inscrita en su ADN la necesidad de ocupar el centro de todo lo que se mueve. Tanto es así que, de manera espontánea, tiende a dividir la realidad en dos mitades: yo y todo lo demás (lo que no soy yo). Aparte del error dicotómico y dualista que supone, tal lectura pone de relieve el lugar, tan arrogante como equivocado, que el yo pretende ocupar en el escenario del mundo.

De cara a consolidar tal protagonismo, el ego busca, por encima de todo, hacer: realizar cosas, moverse de acá para allá, llevar la iniciativa, estar siempre ocupado… Tal afán le aporta otros “beneficios” colaterales en dos direcciones: por un lado, le sirve de excusa para alejarse de su mundo interior, no cuestionarse, ni mirar hacia dentro -esto explica el activismo e incluso la adicción al trabajo-; por otro, lo utiliza como recurso para autoafirmarse sosteniéndose en los logros que alcanza, desde bienes, estatus o poder, hasta imagen social y autocomplacencia. Ante tales expectativas, ¿cómo no priorizar el hacer y el hablar? Indudablemente, uno y otro alimentan al ego.

En este contexto, resulta más actual que nunca la invitación de Jesús: “Venid solos a un sitio tranquilo a descansar”. Descansar significa ser capaces de soltar todo aquello a lo que nos habíamos aferrado y ejercitarnos en simplemente ser. Por eso me gusta el neologismo que escuché en alguna ocasión y que habla de “descanser”: dejar de hacer para aprender a ser. Y ocurre entonces lo mismo que Juan de la Cruz aplicara al amor: “quien anda en amor ni cansa ni se cansa”.

Si el ser es genuino, no hay riesgo alguno de caer en la inactividad ni en la pereza, ya que ser es sinónimo de dinamismo. Pero, desde ahí, la acción habrá cambiado radicalmente, tanto por lo que se refiere a su origen, como a su dirección, a su motivación y al modo de desarrollarse.

La cuestión es si tenemos el coraje de detenernos, abrirnos a toda nuestra verdad y escuchar, en lo más profundo de nosotros mismos, el anhelo que nos llama a ser.