COMPASIÓN

Domingo VI del Tiempo Ordinario

11 febrero 2024

Mc 1, 40-45

En aquel tiempo se acercó a Jesús un leproso, suplicándole: “Si quieres, puedes limpiarme”. Sintiendo compasión, extendió la mano y lo tocó diciendo: “Quiero, queda limpio”. La lepra se le quitó inmediatamente y quedó limpio. Él lo despidió, encargándole severamente: “No se lo digas a nadie; pero para que conste, ve a presentarte al sacerdote y ofrece por tu purificación lo que mandó Moisés”. Pero cuando se fue, empezó a divulgar el hecho con grandes ponderaciones, de modo que Jesús ya no podía entrar abiertamente en ningún pueblo; se quedaba fuera, en descampado; y aun así acudían a él de todas partes.

COMPASIÓN

La compasión constituye uno de los signos más palpables de madurez humana y de espiritualidad genuina. Y esto no es así por un convencionalismo arbitrario, sino porque la compasión brota espontáneamente de la comprensión.

Una persona es psicológica y espiritualmente madura cuando se habita a sí misma, viviendo en conexión consciente con lo que es, más allá de la imagen, de la acción y del propio ego. Y lo que somos de fondo, más allá del yo, es una realidad transpersonal que se ha designado como Verdad, Bondad y Belleza. Dicho más brevemente: somos Amor. Por eso, cuando lo comprendemos, no podemos sino vivirlo. Por eso también, es lo único que nos hace felices.

Sin embargo, la experiencia nos dice que encontraremos dificultades para vivirlo: desde una sensibilidad más o menos endurecida hasta un estado de alejamiento de nuestra propia identidad profunda, pasando por un mayor o menor bloqueo de nuestra capacidad de amar, como consecuencia de carencias afectivas importantes en los primeros momentos de nuestra existencia.

Eso explica que, con frecuencia, nos veamos enfrentados a una paradoja: somos Amor, pero necesitamos entrenarlo para poder vivirnos en coherencia. Entrenar el amor no significa entrar por un camino de voluntarismo. La voluntad la necesitaremos para mantener la perseverancia en el entrenamiento, pero el amor despertará en la medida en que nos sea posible experimentarlo.

Es probable que, en ese camino, haya que empezar por cuidar y desarrollar el amor a sí mismo. Un cuidado que no tiene nada de egoísta, ya que ese mismo amor es el que nos libera del encierro narcisista, gracias a dos características que lo acompañan: la humildad y la universalidad.

El amor es humilde, es decir, verdadero e íntegro y, por tanto, desapropiado, porque se reconoce infinitamente más grande que el propio yo. No se trata, por tanto, de que yo me ame -aunque lo nombremos de este modo-, sino de que el Amor me alcanza y me envuelve. Al reconocerlo así, el yo o ego ha perdido su protagonismo.

Por otro lado, el amor es universal, no deja nada ni a nadie fuera. Porque no es un sentimiento que dependiera de mí y conociera altibajos, sino una certeza que se apoya en la realidad de lo que es: todo es uno, todos somos uno. En el Amor lo experimentamos.

BUSCAR EL SILENCIO

Domingo V del Tiempo Ordinario

4 febrero 2024

Mc 1, 29-39

En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre y se lo dijeron. Jesús se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: “Todo el mundo te busca”. Él les respondió: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido”. Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando demonios.

BUSCAR EL SILENCIO

No hay profundidad humana sin cultivo del silencio. Porque solo el silencio mental -que no es mutismo, no está reñido con la actividad ni con el encuentro con los otros- posibilita el autoconocimiento en profundidad y el saboreo, consciente y detenido, de aquello que somos. Y solo de ese saboreo puede nacer la sabiduría o comprensión.

La experiencia nos dice que el ruido mental y emocional fácilmente nos perturba y descoloca, introduciéndonos en los vericuetos oscuros, interminables y ansiosos del hacer y del acaparar, situando al ego como protagonista de la acción y eje alrededor del cual se hace girar todo lo demás.

La resistencia o incluso el miedo al silencio tienen siempre un porqué, posiblemente conectado con uno de estos dos elementos (o con los dos a la vez): el miedo al propio mundo interior y la hiperactividad mental.

Decía que con frecuencia se dan unidos porque, cuando se ha sufrido en soledad desde niños, se ha tendido a alejarse de los propios sentimientos -ya que sentir era sinónimo de sufrir- y se ha refugiado en la cabeza, haciendo del pensamiento un mecanismo de defensa. No es raro que la hiperactividad mental -una manifestación de la ansiedad- sea síntoma de sufrimiento interno, muchas veces olvidado. Cuando estamos bien, notamos que la mente se relaja y rumiamos menos.

Siendo conscientes de las dificultades, es bueno saber que siempre es posible entrenarse en el silencio mental: encontrando la propia motivación, ajustando los tiempos a nuestro momento, apoyándonos en textos o en audios que faciliten entrar en el silencio, practicándolo en grupo…

En la medida en que se va viviendo, el silencio pacifica, unifica, armoniza, relativiza los dramas, libera del sufrimiento mental, desinfla el ego y sus pretensiones, nos hace comprender nuestra verdadera identidad y, en consecuencia, aporta alegría y nos hace más humanos.

ENSEÑAR CON AUTORIDAD

Domingo IV del Tiempo Ordinario

28 enero 2024

Mc 1, 21-28

Llegó Jesús a Cafarnaún, y cuando el sábado siguiente fue a la sinagoga a enseñar, se quedaron asombrados de su enseñanza, porque no enseñaba como los letrados, sino con autoridad. Estaba precisamente en la sinagoga un hombre que tenía un espíritu inmundo, y se puso a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres, el Santo de Dios”. Jesús lo increpó: “Cállate y sal de él”. El espíritu inmundo, dando un grito muy fuerte, salió. Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta los espíritus inmundos les manda y le obedecen”. Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea.

ENSEÑAR CON AUTORIDAD

La palabra “autoridad” goza de una merecida mala fama. Evoca autoritarismo, imposición y prepotencia. Sin embargo, su etimología destaca exactamente todo lo contrario. Viene del verbo latino “augere”, que significa hacer crecer, aumentar e incluso aupar. Vive la autoridad quien ayuda a crecer y aúpa a las personas.

Es claro, por tanto, que la autoridad no proviene de un cargo ni de un título, sino que es una actitud de la persona que ha optado por vivirse en clave de ayuda, servicio y amor por los demás.

Así entendida, la práctica de la autoridad únicamente es posible cuando la persona ha alcanzado una cierta consistencia interior, ha cultivado su propio autoconocimiento y ha desplegado su capacidad de amar.

Con todo ello, parece obvio que “enseñar con autoridad” requiere una doble condición: por un lado, haber experimentado aquello de lo que se habla; por otro, vivir en clave de servicio y de amor hacia los otros.

Cuando alguien habla desde su propia experiencia, su palabra nos llega, resuena en nuestro interior, produce ecos capaces de despertar en nosotros lo que ya sabíamos, aunque lo tuviéramos olvidado o incluso ignorado. Por el contrario, cuando no se habla desde la experiencia, el discurso suena vacío -“a lata”, suele decir la gente de mi pueblo-, puede movilizar la mente, pero no alcanza nuestro corazón.

Sin embargo, no basta con hablar de lo experimentado. Se requiere, igualmente, limpieza, desapropiación y amor en el compartir. No es extraño que, al encontrarse ante un público dispuesto a escuchar, se pueda caer en alguna trampa narcisista, que tenga que ver con realzar la propia imagen, con destacar por encima de los otros o con imponer su propio punto de vista. Enseña con autoridad quien, sencillamente, ofrece, comparte y regala lo que él mismo ha visto y experimentado. No busca reconocimiento, ni aplauso, ni sumisión, ni afán de convencer a nadie. Se vive como cauce desapropiado por el que fluye lo que se le ha regalado vivir.

Enseñar con autoridad equivale a compartir desapropiadamente aquello que uno mismo ha experimentado, con el único objetivo de ayudar a comprender y a vivir, de “aupar” o hacer crecer a las personas que se le acercan.

¿QUÉ ES EL «REINO DE DIOS»?

Domingo III del Tiempo Ordinario

21 enero 2024

Mc 1, 14-20

Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio de Dios. Decía: “Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios, convertíos y creed la Buena Noticia”. Pasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a su hermano Andrés, que eran pescadores y estaban echando el copo en el lago. Jesús les dijo: “Venid conmigo y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron. Un poco más adelante vio a Santiago, hijo del Zebedeo, y a su hermano Juan, que estaban en la barca repasando las redes. Los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon con él.

¿QUÉ ES EL “REINO DE DIOS”?

Es sabido que Jesús apenas habló de Dios. Todo su mensaje se centró en lo que él llamaba el “Reino de Dios”. Es probable que, a nuestros oídos no monárquicos y no religiosos, esta expresión les resulte completamente ajena, cuando no anacrónica, obsoleta y, por tanto, prescindible. Pero, tal vez, podamos encontrar en ella un significado en el que nos reconozcamos.

De entrada, se trata de una expresión polisémica, capaz de designar distintas realidades. Por una parte, parece significar la sociedad soñada por Jesús, un “mundo nuevo” caracterizado por la fraternidad, que nace de la comprensión de que todos somos hijos de una misma fuente (“Padre”). En este primer sentido, el “Reino de Dios” equivale al proyecto de Jesús. No extraña, por tanto, que constituya el núcleo de su mensaje.

Por otra parte, tal expresión se identifica con la metáfora del tesoro oculto: el “Reino de Dios” es el tesoro añorado que sabe a plenitud y hace desbordar de alegría. Está -decía Jesús- “dentro de vosotros”.

En este mismo sentido, la expresión puede ser otro modo de nombrar nuestra identidad profunda. El “Reino de Dios” es lo que somos, aquella dimensión de profundidad donde “todo está bien”. Por lo que, cuando se experimenta, uno descubre y vive, metafóricamente hablando, “el cielo en la tierra”.

Con todo ello, no es inadecuado afirmar que la expresión “Reino de Dios”, aun nacida en un contexto religioso teísta, es una metáfora de nuestra “casa”. Somos eso que anhelamos, en ocasiones sin ni siquiera saberlo; eso que es unidad, amor, gozo, paz…, plenitud de presencia. No habla de un “cielo” futuro ni separado, sino de la realidad atemporal, siempre a salvo. Una realidad que, más allá de los términos o expresiones que utilicemos, responde a nuestro Anhelo profundo: en ella nos encontramos con lo que realmente somos.

DOLOR Y YOES MÚLTIPLES // Richard Schwartz

Entrevista de Lluís Amiguet a Richard Schwartz, profesor de Psiquiatría en Harvard y creador de la terapia de “sistemas de familia interna”, en La Contra, de La Vanguardia, 13 noviembre 2023.
https://www.lavanguardia.com/lacontra/20231113/9372335/sufrir-encerramos-familia-yos-nuestro-interior.html

“Para no sufrir encerramos una familia de «yoes» en nuestro interior”.

“Tengo 74 años: la terapia me conecta con mis «yoes» más jóvenes. Vivo en Chicago: pura energía. Si libera a sus «yoes» dolientes, rejuvenecerá. Somos seres de bondad innata, pero llegamos a dañar a otros y dañarnos para no revivir el dolor de una experiencia traumática. Publico «No hay partes malas» (editorial Eleftheria)”.

Cómo curar a un pederasta

Cuando le hablo de las denuncias de pedofilia contra sacerdotes de estos días en España, Schwartz me cuenta cómo ha ensayado su terapia en pederastas, algunos encarcelados: “La mayoría sufrieron abusos de niños y su parte protectora sintió entonces que quien tenía el poder era el abusador y, para evitar el dolor de ser abusado de nuevo, ese niño se convirtió en un yo adulto que quería ese poder, y así interiorizó el impulso de abusar del débil y lo unió al impulso sexual. Por eso, muchos pederastas se odian a sí mismos y tienen impulsos suicidas. Al ayudarles hoy a detectar, reconocer y evocar a aquel niño atormentado en ellos que aún quiere protegerles, en algunos pedófilos logramos progresos; pero, antes, hay que evitar que abusen de otros niños y eso requiere tenerlos vigilados”.

Dentro de mí, ¿hay ‘yoes’ que encierro para protegerme?

Y esas subpersonalidades se relacionan entre sí como una familia. Algunas personas sufren una vocecita interna que cuando intentan hacer algo les dice que van a fracasar…

¿“Tú no sirves para esto o lo otro”?

Son partes de nosotros que, en su día, bloqueamos, tras una experiencia traumática, para no repetir aquel dolor. Y esas voces se contradicen hoy en su afán de protegernos.

¿Eso no se llama esquizofrenia?

Yo detecté esas subpersonalidades ocultas en mis pacientes cuando empecé a ensayar mi terapia, y entonces pensé que sufrían el síndrome de personalidades múltiples.

¿Cómo son esas voces ocultas en mí?

Tal vez esa parte de usted aún tenga los siete años que tenía cuando hizo el ridículo en clase; o los 12, al sufrir bullying en el cole; o los 20 de cuando le despidieron… Y usted las ha bloqueado para protegerse y evitar revivir el dolor: porque ese niño ya no existe, pero sí las emociones que sentía. Y necesita protección.

¿Son como nuestra familia interna?

Por eso llamé a la terapia “sistemas de familia interna”, porque consistía en detectar esas partes que hemos encerrado y nos hablan y se hablan entre ellas como en una familia en la que las discusiones se polarizan.

¿Usted nos cura hablándoles?

El terapeuta ayuda al paciente a detectarlas, hablar con ellas, aceptarlas y liberarlas para que fluyan y reintegrarlas en nuestro self.

¿El self no es el ego?

Es nuestro ser que tiende a la bondad de forma innata, porque somos buenos. El self es como el sol en nosotros: a veces nuestra bondad innata se oculta, pero nunca desaparece.

¿No somos todos perversos en ocasiones?

Esa perversión son conductas con las que intentamos protegernos para no volver a sufrir la experiencia traumática. Y con ellas podemos dañar a otras personas o a nosotros mismos, como con la anorexia, las tendencias suicidas o autolesivas, o las adicciones.

¿Cómo curarlas?

Cuando reconocemos esas partes en nuestro interior congeladas en el tiempo y las liberamos, abandonamos esas conductas nocivas.

¿Y si no lo logramos?

Una parte de usted le dirá, por ejemplo, “no hables en público, que harás el ridículo” o “no intentes dirigir a otros o morirás”, porque son las voces de quien usted era cuando lo intentó y fracasó; y la otra le dirá que lo haga, y tal vez se quede paralizado por las dos.

¿Cómo librarme de esos traidores?

No son seres malos; son parte de usted mismo: solo tiene que liberarlos, por eso titulé mi libro No hay partes malas. Y le aseguro que he visto en pacientes algunas de esas partes que eran horribles. Se pueden liberar y curar.

¿Puede usted curar a un criminal?

Para empezar, tenemos que asegurarnos de que no cometa más crímenes, pero también debemos entender por qué los comete. Porque hasta las partes más destructivas de nosotros mismos nacen con intenciones protectoras: ¿qué quería proteger esa parte de usted cuando dañaba a otros? Responda.

¿Saberlo le disuadirá de delinquir?

Nuestra terapia ayuda trabajando con esas emociones, creencias y sensaciones extremas que les llevaron a delinquir.

La justicia afronta la manifestación externa del crimen, y usted, ¿la interna?

Queremos que el criminal se autoanalice para encontrar en qué momento y por qué se apartó del camino natural de buena persona, del self que somos. Porque hasta las partes más destructivas de nosotros tienen intenciones protectoras.

¿Dañan a otros para protegernos?

¿Qué quería proteger cuando dañaba a otros? Esa es la terapia: detectarlo y liberarlo. Y algunas religiones y culturas obligan a sus miembros a exiliar, a reprimir o a renunciar a partes irrenunciables de nosotros mismos, que tachan de pecado.

¿Hay represión en el origen del mal?

Cuando ayudas al paciente a detectarlas y liberarlas, se siente también liberado de los impulsos de dañar o hacerse daño, porque convierte lo que interpretaba como partes horribles de sí mismo en otras pequeñas y amigables con las que dialoga.

¿Era un pecado y resulta ser normal?

Pero esa personita sigue siendo el niño de 5 añitos y las emociones de cuando usted lo congeló para protegerse, y debe dialogar con él y protegerlo ahora para seguir avanzando.

¿Cómo le hablo a ese niño triste en mí?

Ese niño en usted que sufrió bullying: ¿qué siente hacia él hoy? ¿Le da pena, porque fue inocente, o lo desprecia, por débil? Le ayudaré a ayudarle y ayudarse. Entenderá a ese niño que fue y lo consolará y validará su dolor y le permitirá integrarse poco a poco en el self que hoy es usted… ¿Lloró mucho ese niño?

Tal vez.

Entonces llorará también usted al entenderlo y, poco a poco, lo dejará libre a él y él le dejará libre a usted.

BUSCAR Y VER

Domingo II del Tiempo Ordinario

14 enero 2024

Jn 1, 35-42

En aquel tiempo estaba Juan con dos de sus discípulos y fijándose en Jesús que pasaba, dijo: “Este es el cordero de Dios”. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les preguntó: “¿Qué buscáis?”. Ellos le contestaron: “Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?”. Él les dijo: “Venid y lo veréis”. Entonces fueron, vieron donde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encontró primero a su hermano Simón y le dijo: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)”. Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Pedro)”.

BUSCAR Y VER

Desde el inicio de su existencia, el ser humano se autopercibe como buscador. Una búsqueda que tiene un doble origen: la necesidad y el Anhelo. En cuanto ser necesitado y ser anhelante, el humano se pone en camino para saciar su carencia y para responder a la aspiración profunda que lo habita.

En un primer momento, dirige la búsqueda hacia fuera, pensando que tiene que haber “algo”, fuera de él, que lo complete y lo sacie. Sin embargo, no tardará mucho en advertir que no hay, entre todos los objetos, absolutamente ninguno que pueda saciar su aspiración. Por lo que, con frecuencia, tras crisis y frustraciones, se verá obligado a dirigir la mirada hacia el interior.

En el camino por responder a su innegable Anhelo, todavía puede encontrar una trampa más: pensar que la respuesta habrá de venir de la mente. Sin embargo, también aquí terminará constatando otra frustración más.

Lo que responde a nuestro Anhelo profundo no se halla fuera de nosotros ni puede ser alcanzado por la mente. Seamos o no conscientes de ello, lo cierto es que anhelamos lo que ya somos, y el camino para descubrirlo pasa por el silencio de la mente.

La mente únicamente puede mostrarnos objetos -externos o internos, materiales o mentales, cosas o creencias-, pero, siendo radicalmente incapaz de trascender el mundo de las formas, erramos el camino cuando creemos que ella nos habrá de conducir a la verdad de lo que somos.

Solo el entrenamiento en el silencio mental abre ante nosotros otro modo de ver, que llamamos comprensión o sabiduría. Comprender no es entender algo mentalmente. Es experimentar de modo directo y evidente “eso que no tiene nombre” -en palabras de José Saramago- y que es, justamente, lo que somos. Al “verlo”, la búsqueda cesa. Hemos descubierto que estamos en “casa”. Porque, al silenciar la mente, comprendemos que somos consciencia.