INVITACIÓN A LA PAZ

Domingo II de Pascua

7 abril 2024

Jn 20, 19-31

Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: “Paz a vosotros”. Y diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”. Y dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos”. Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor”. Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de sus clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo”. A los ocho días estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: “Paz a vosotros”. Luego dijo a Tomás: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente”. Contestó Tomas: “¡Señor mío y Dios mío!”. Jesús le dijo: “¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto”. Muchos otros signos, que no están escritos en este libro, hizo Jesús a la vista de los discípulos. Estos se han escrito para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre.

INVITACIÓN A LA PAZ

Como en todos los llamados “relatos de apariciones”, nos hallamos ante otra catequesis, construida simbólicamente, que busca afianzar y extender la fe en el resucitado, en un relato que resulta insostenible cuando se entiende de forma literal.

Hay, sin embargo, un mensaje que se va a repetir en todas las catequesis de este tipo: la invitación a la paz, puesta en boca del resucitado. Aunque cada proceso de duelo es único y única la forma en que cada persona lo vive, no es extraño que, a la vez que se siente la presencia de la persona que partió, se intuya también su deseo de bien, de dicha y de paz para nosotros. De modo particular, cuando la relación ha sido intensa y profunda, quien queda de este lado suele percibir la presencia, el ánimo, la fuerza y la paz, viniéndole de quien marchó.

Me parece que no se trata solo de algo imaginario. Lo que puede ocurrir, a mi modo de ver, es que en momentos de mayor densidad humana -como los que suelen vivirse en el duelo-, es más fácil conectar con nuestra dimensión profunda. Y esa dimensión de profundidad es presencia, paz, fuerza, amor, gozo… De ahí es de donde nos vienen todas esas realidades, por más que nuestra mente, en un movimiento no difícil de entender, las atribuya a -o las proyecte en- la persona amada.

El fondo de lo real es presencia, vida, paz, amor… Y ese es también nuestro mismo fondo, siempre disponible, invulnerable e indestructible. Al silenciar la mente, conectamos con él y nuestra existencia se ve transformada. Aquellos discípulos a ese fondo lo llamaron Jesús. Otros podemos darle el nombre de la persona que nos dejó físicamente. Pero el fondo es uno y el mismo, aquello de lo que estamos hechos, lo realmente real.

NUEVO POEMARIO DE ESTHER FERNÁNDEZ LORENTE

COMPRENSIÓN
Ver Aceptar Amar

El anhelo de explorar y expresar lo inefable encuentra en la poesía una forma de mirar la vida. Tal vez porque, en su capacidad de hacerse silencio totalidad de significados, la poesía deja espacio a todo lo que aparece, a todo lo que quiere mostrarse, para que pueda ser y decirse a su modo, sin límites prefijados.

Así, dejando espacio, la palabra poética se hace capaz de expresar la comprensión que se regala. A través de estos poemas, transitamos la experiencia de ver, aceptar y amar la vida con los ojos del misterio y la contemplación. ¿Son tres pasos en el proceso humano o tan solo tres formas de hablar de lo mismo en diferentes matices?

Estos versos se adentran en la belleza y la hondura de lo cotidiano con la transparencia de la palabra casi recién amanecida y, desde esa honestidad, muestran el sabor, el color y el aroma de la vida que se va desvelando a la luz de la Comprensión.

Ediciones Rilke

PRÓLOGO
de Enrique Martínez Lozano

“La palabra poética -escribe Esther ya en la primera página- es la melodía del Silencio pronunciado”. Porque el silencio es callado, pero no mudo; inaudible, pero melodioso. No grita, pero es sumamente elocuente. Parece carecer de poder y, sin embargo, es la puerta que nos conduce a casa. Y al adentrarnos por ella, se nos regala un descubrimiento tan gozoso como transformador: somos Silencio consciente. Aunque con frecuencia olvidado e ignorado, el Silencio constituye nuestra identidad más profunda.

En los poemas de Esther, es fácil percibir que el Silencio -que suena en ellos como melodía- es la matriz de donde nacen por la belleza, la riqueza y la sabiduría que contienen.

Silencio y palabra se reclaman mutuamente: sin palabra, el silencio es mutismo estéril; sin silencio, la palabra es solo blablablá vacuo. Es el silencio -silencio de la mente, silencio del yo- el que nos permite trascender el estado mental y acceder al estado de presencia o estado de ser, ese otro nivel de consciencia en el que se desvela nuestro verdadero rostro.

Me llega de estos poemas su densidad de Silencio y, con él o desde él, su belleza y su honestidad. La autora no esconde ni evita nada, mucho menos edulcora o maquilla su experiencia. Al contrario, con libertad e incluso inocencia de niña, se va mostrando en todo su abanico de sentimientos y emociones, a la vez que desnudando su vivencia, hecha -como la de cualquiera de nosotros- de claroscuros y contrastes, armonía y desequilibrio, amor y conflicto, plenitud y vulnerabilidad, certezas y dudas, luces y sombras…

Y, sin embargo, acogiendo todo el espectro de vivencias y emociones humanas, Esther sabe ver -esto es lo que dota a su texto de sabiduría-, en lo más profundo, la Confianza que sostiene todas las formas. Confianza que se traduce y expresa en un “sí” a lo que es, en una actitud de vivir diciendo sí a la vida y de fluir con ella. Porque sabe que, más allá de las formas, aunque sin negarlas ni descuidarlas, en todas ellas, late el Ser. Vivir, por tanto, es solo ser. Todo lo demás, como decía el sabio, “se os dará por añadidura”.

Este es el núcleo de la sabiduría o de la comprensión. Una comprensión profunda, experiencial o vivencial, que se aproxima a la “visión”. Es sabia la persona que sabe ver. Y sabe ver porque ha saboreado el secreto profundo de lo real. Desde la sabiduría que nace del saboreo, ¿cómo no confiar, aun en medio de todos los vaivenes y altibajos inevitables en el mundo impermanente de las formas?

Por eso, además de ser un canto a la Confianza, estos poemas constituyen una invitación a vivir todo y siempre desde la aceptación profunda, que nos permite alinearnos con lo real y vivirnos en sintonía consciente con la Vida. De hecho, resulta fácil apreciar que cada poema, más allá de su color aparente o incluso del drama que refleja, constituye un canto a la Vida.

Por todo ello, dado que estos poemas son “melodía del Silencio”, deseo invitar al lector a que los acoja y los lea desde el silencio. Apuesto a que acogidos de este modo -acallada la mente, en apertura amorosa al complejo y variopinto mundo interior-, podrán conducirle hasta el umbral de la comprensión y de la sabiduría.

Por eso, el título elegido –“Comprensión”– no puede ser más acertado. Porque nacen de la comprensión, orientan hacia ella y se apoyan en la certeza de que, así entendida, contiene absolutamente todo lo que necesitamos para vivir en plenitud, en el día a día, cuidando nuestra persona y nuestra “casa” común.

 

PRÓLOGO
de Ana Etxeberria Zarautz

A través de estos poemas que juegan con realidades y actitudes profundamente humanas, Esther nos ofrece un telar en el que va tejiendo -y mostrando- su propio tapiz de la vida. Al hacerlo así, nos brinda una oportunidad preciosa para que cada cual tejamos el nuestro. Porque, si bien todos y todas leeremos el mismo poema, es seguro que saldrán tantos tapices como lectores se acerquen al texto.

De ese modo, cada poema puede convertirse en un espejo donde mirarnos y estar un tiempo con nosotras mismas. Personalmente, he resonado con unos más que con otros, pero todos ellos me han hecho detenerme y cultivar el cuidado de estar conmigo, en silencio consciente y amoroso.

Desde esa misma experiencia, te invito, lector o lectora, a descubrir qué poemas “resuenan” más en ti. Y cuando se produzca ese milagro de la resonancia, detente, párate, respira y escucha tu voz interior.

Al detenernos y escuchar todo lo que se mueve en nuestro mundo interno, iremos descubriendo toda una variedad de máscaras que utilizamos en nuestra vida cotidiana para vivir cada situación lo mejor que podemos o sabemos, buscando protegernos o, tal vez, intentando ocultar lo que nos desagrada. Todo ello es humano.

Pero los poemas de Esther nos invitan a dar un paso más en el camino siempre inacabado de la liberación personal.  Un camino en el que conjuga -es necesario conjugar- tres actitudes vitales sintetizadas en tres palabras que se repiten a lo largo del poemario: comprensión, aceptación y gratitud.

Comprender, aceptar y agradecer balizan el camino de la sabiduría, de la libertad interior, del gozo y de la comunión con todos los seres. Constituyen el terreno firme en el que encontrarnos con nosotros mismos en profundidad, sabedores de que -pase lo que pase- la esencia de nuestro ser se halla siempre a salvo.

Agradezco a Esther el hecho de que estos poemas me han brindado la ocasión de quedarme unos tiempos conmigo, escuchar todo lo que se movía en mi interior, atender los “ecos” que se despertaban, acogerme con todo ello y celebrar la comprensión gozosa de que, en lo profundo, todo está bien: todos los hilos del tapiz son necesarios para que pueda producirse la obra acabada. Gracias.

 

INTRODUCCIÓN
de Esther Fernández Lorente

Soy una mujer de palabra. La palabra ha sido y es, para mí, espacio, tiempo, mirada, tacto, deseo, realidad… Soy una mujer de silencio. Me siento, me vivo, descanso y renazco en el silencio. ¿Acaso pueden estar separados? Creo que no. La palabra nacida de lo más profundo es capaz de mirar cara a cara al silencio y bailar una danza de claroscuros, de lo mismo y lo distinto, con el ritmo de la honestidad: La palabra poética es la melodía del Silencio pronunciado.

Mi anhelo de explorar y expresar lo inefable ha encontrado en la poesía una forma de mirar la vida, de ahondar en ella y decirla sin tratar de poseerla, acotarla ni manipularla, tratando tan solo de vivirla. Tal vez porque, en su capacidad de hacerse silencio o totalidad de significados, la poesía deja espacio a todo lo que aparece, a todo lo que quiere mostrarse, para que pueda ser uy decirse a su modo, sin límites prefijados. Así, dejando espacio, la palabra poética de hace capaz de expresar la comprensión que gratuitamente se regala, la experiencia de ver, aceptar y amar la vida con los ojos del misterio y la contemplación.

Mi padre no expresaba sus emociones directamente, pero escribía versos para hablarme de amor. Mi hermano me regaló, siendo yo muy niña, a Machado y Miguel Hernández a través de los discos de Joan Manuel Serrat y de otros cantautores y, por supuesto, a través de su afición a la lectura. Tuve la suerte de nacer y crecer en una casa con muchos libros. Mi madre ha vivido y vive cantando. Aún hoy a sus 89 años canta, cuando el cansancio se lo permite, para sentirse viva. Soy de una estirpe de trovadores y trovadoras de la vida y comparto mis versos con todos/as aquellos/as que quieran saborear algo de lo que la Comprensión, hoy, nos regala.

Agradezco las palabras de estos dos amigos, de Ana y de Enrique. Me atreví a pedirles un prólogo a dos voces, desde dos miradas. Aceptaron y me conmovieron. Luego la vida se llevó a Ana. Guardo sus palabras como un tesoro y me da mucha alegría el hecho de poderlas publicar. Gracias, Enrique, por tu sabiduría, tu humilde sencillez, tu creatividad y tu amor, por haber estado y seguir estando en mi vida. Gracias a los dos por compartir la experiencia de sabernos Palabra, Silencio, Comprensión.

¿ALEGRÍA O TEMOR?

Domingo de Pascua

31 marzo 2024

Mc 16, 1-8

Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé, compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy temprano, el primer día de la semana, al salir el sol, fueron al sepulcro. Y se decían unas a otras: “¿Quién nos correrá la piedra a la entrada del sepulcro?”. Al mirar vieron que la piedra estaba corrida, y eso que era muy grande. Entraron en el sepulcro y vieron un joven sentado a la derecha, vestido de blanco. Y se asustaron. Él les dijo: “No os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha resucitado. Mirad el sitio donde lo pusieron. Ahora id a decir a sus discípulos y a Pedro: Él va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis, como os dijo”. Ellas salieron corriendo del sepulcro, temblando de espanto. Y no dijeron nada a nadie, del miedo que tenían.

¿ALEGRÍA O TEMOR?

No parece cuadrar el hecho de que, ante el anuncio de una buena noticia, la reacción sea de temblor, espanto y miedo paralizante, que les impide incluso obedecer el mandato del ángel. ¿Qué significa ese miedo que produce mutismo?

Como no puede ser casual que el evangelio de Marcos termine con esa frase (lo que sigue es un añadido posterior), puede haber un doble motivo que lo explique. Por un lado, el autor nos estaría diciendo que el relato del anuncio de la resurrección es una construcción simbólica, sin asomo de literalidad. Por otro, se haría eco de la situación de los primeros discípulos que, a pesar de su adhesión a Jesús, no logran superar el miedo.

Ante el hecho de la muerte, solo nos queda el silencio. Podemos sentir la presencia de la persona que ha marchado, pero cualquier otro añadido no es sino una construcción mental, adornada al gusto de quien la realiza, pero sin base alguna verificable. Podemos aventurar que, tras la muerte, permanece aquello que no nació, pero eso deja fuera al yo personal.

Sin duda, los discípulos siguieron sintiendo de manera viva la presencia de su amigo y maestro, llegando incluso a creer ciegamente en su resurrección física. A partir de ahí, elaboraron una serie de relatos con los que, de manera simbólica y catequética, expresaban su creencia, a la vez que animaban a otros a adherirse a ella.

Más allá de cualquier impresión subjetiva, tras el silencio que impone la muerte, no encuentro mejor metáfora para hablar de ella que la del río que desemboca en el mar. El río pierde su nombre y su forma, tiembla de miedo ante el mar que se abre ante él, pero es justamente, al entregarse, cuando se descubre como agua. Ha muerto la “forma” de río; permanece el agua. Y es en esa misma “agua” donde todos nos encontramos, porque constituye nuestra identidad más profunda. Más allá del “río” único de cada cual -de nuestra personalidad-, nos reconocemos uno en el “agua” -nuestra identidad común y compartida- que trasciende todas las formas.

BIEN ES COMO ESTÁS SIEMPRE // Esther Fernández Lorente

Me gustaría verte siempre bien
y bien es como estás siempre.

Soy yo la que no lo veo,
la que confunde tu tristeza
con lo que no debería ser así,
la que lleva con dificultad tus desalientos,
tus ensimismamientos y frustraciones,
la que haría cualquier cosa para que todo
tuviera pleno sentido para ti,
para prolongar tu alegría eternamente,
la que se pierde ante tu miedo o tu impotencia
ignorante de la confianza en que
todo es en este instante como tiene que ser,
todo cabe en el inmenso abrazo de la Vida.

Así que…

Me gustaría verte siempre bien,

y, ahora lo veo,

BIEN ES COMO ESTÁS SIEMPRE.

Esther Fernández Lorente.

«HIJO DE DIOS»

Domingo de Ramos

24 marzo 2024

Mc 15, 1-39

Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes, con los ancianos, los letrados y el sanedrín en pleno, prepararon la sentencia; y, atando a Jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó: “¿Eres tú el rey de los judíos?”. Él respondió: “Tú lo dices”. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo: “¿No contestas nada? Mira de cuántas cosas te acusan”. Jesús no contestó nada más; de modo que Pilato estaba muy extrañado. Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta. La gente subió y empezó a pedir el indulto de costumbre. Pilato les contestó: “¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?”. Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó d<e nuevo la palabra y les preguntó: “¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?”. Ellos gritaron de nuevo: “Crucifícalo”. Pilato les dijo: “Pues ¿qué mal ha hecho?”. Ellos gritaron más fuerte: “Crucifícalo”. Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio –al pretorio- y reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo: “¡Salve, rey de los judíos!”. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo. Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz. Y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de “La Calavera”), y le ofrecieron vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: EL REY DE LOS JUDÍOS. Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: “Lo consideraron como un malhechor”. Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: “¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz”. Los sumos sacerdotes se burlaban también de él diciendo: “A otros ha salvado y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos”. También los que estaban crucificados con él lo insultaban. Al llegar el mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. Y a la media tarde, Jesús clamó con voz potente: “Eloí, Eloí, lamá sabaktaní” (que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?). Algunos de los presentes, al oírlo, decían: “Mira, está llamando a Elías”. Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber diciendo: “Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo”. Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo: “Realmente este hombre era Hijo de Dios”.

“HIJO DE DIOS”

Marcos -cronológicamente, el primero de los evangelios que ha llegado hasta nosotros- termina el relato de la cruz poniendo en boca de un pagano -no es casual que su texto fuera dirigido a comunidades que provenían del paganismo- la más elevada confesión de fe en Jesús: “Realmente este hombre era Hijo de Dios”.

Para una persona religiosa teísta, no hay título mayor que el de ser “hijo de Dios”. La creencia cristiana lo afirma de Jesús, en el sentido más real de la expresión. Sin embargo, parece claro que su sentido no puede ser sino metafórico. Eran los dioses-héroes griegos quienes concebían hijos y se veían involucrados directamente en los sentimientos y los conflictos humanos. Pero no cabe entender a la divinidad concibiendo hijos, tal como habitualmente se entiende esta palabra.

“Hijo de Dios” es una metáfora -de “Dios”, como de todo aquello que no es objeto, solo puede hablarse metafóricamente- que apunta a nuestra verdad última: todos somos hijos, en cuanto “naciendo” constantemente de la Fuente o el Fondo que es origen de todo lo real. No cabe hablar de un dios separado que entra en el “juego” humano, como si fuera una fuerza más dentro del mismo. Lo que se ha nombrado como “Dios” no puede ser sino lo realmente real, aquello que permanece mientras todo lo demás cambia, el fondo que constituye y sostiene las formas, a la vez que se manifiesta y despliega en ellas.

Sin embargo, es posible otra lectura de la metáfora “Hijo de Dios”, esta vez hecha desde la propia persona de Jesús, a quien el evangelio se la aplica. Decir de él que se vivió como “hijo de Dios” significa que fue transparencia admirable del fondo de lo real, gracias a la consciencia y fidelidad con la que se vivió.

Tal vez se entienda mejor si advertimos con qué frecuencia los humanos somos “hijos” de nuestros miedos, de nuestras necesidades o de nuestra imagen. Son muchas y variadas las apetencias que se mueven en nosotros y que terminan esclavizándonos. Sus cantos de sirena, prometiendo satisfacer nuestros deseos, nos seducen y confunden. Hasta el punto de que olvidamos nuestra realidad de “hijos de Dios” -nuestra verdadera identidad- y vivimos en la creencia que nos reduce a la forma del yo.

“Hijo/hija de Dios” es aquella persona completamente libre, que no reconoce otro “padre” -otro dueño u otra fuerza- que la Fuente que le está haciendo ser en cada momento, la vida una que late en todas las formas. Al comprenderse una con la vida, la persona permite que la vida se exprese a través de ella. Como vida, se sabe siempre a salvo y se vive en docilidad a lo que la vida es en ella. Por todo ello, bien puede decirse que “hijo de Dios” es sinónimo de libertad y, más hondamente aún, de humanidad plena.

AGITACIÓN

Domingo V de Cuaresma

17 marzo 2024

Jn 12, 20-33

En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la Fiesta había algunos gentiles; estos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: “Señor, quisiéramos ver a Jesús”. Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús. Jesús les contestó: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará. Ahora mi alma está agitada y, ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre”. Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel. Jesús tomó la palabra y dijo: “Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.

AGITACIÓN

Nuestro pequeño yo se agita con facilidad. Basta que las cosas no salgan como espera para que, con la frustración, aparezcan inquietud, miedo y enfado. La frustración altera los planes del yo -que vive en la creencia ilusoria de que la realidad debe responder a sus expectativas- y genera, con mayor o menor intensidad, alteración emocional.

Una intensidad que es directamente proporcional al grado de amenaza que nuestra mente adjudica a un acontecimiento determinado. A su vez, esta catalogación mental se halla condicionada por experiencias más o menos traumáticas o, simplemente, dolorosas de nuestro pasado, que nos hacen especialmente sensibles ante determinadas circunstancias.

Encontramos, pues, diferentes factores que pueden explicar la mayor o menor intensidad de la agitación que experimentamos: experiencias dolorosas de nuestro pasado, el modo como funciona nuestra mente y el conjunto de creencias que hemos asumido, nuestra mayor o menor identificación con el yo… Con todo, me parece que, en el origen de la inquietud o angustia, se encuentra aquella creencia que nos hace vernos separados de la vida.

Una vez que nos identificamos con el yo particular -con esta forma concreta en la que nos experimentamos temporalmente-, dando por sentado que estamos separados de la vida, únicamente se puede experimentar miedo y tensión. El yo, además de solo, se sentirá amenazado. Y con razón, ya que, antes o después, será consciente de su propia impermanencia.

La agitación, por tanto, nunca podrá ser superada por el yo. Todos sus intentos no lograrán sino incrementarla, porque solo busca escapar de la situación que lo angustia (“Líbrame de esta hora”). Tampoco puede ser superada por la mente ya que, en última instancia, es esta quien la crea cuando la realidad no se corresponde con sus deseos.

La liberación pasa por superar aquella falsa creencia, reconocer que en nuestra identidad profunda somos vida -jamás podríamos pensarnos separados de ella- y, por tanto, entregar conscientemente “nuestra” vida a la vida. Ahí renunciamos al control, tan enfermizo como ineficaz -en realidad, no controlamos nada-, y se abre camino la paz.

En el relato evangélico, Jesús supera su agitación al tomar distancia de su ego amenazado y expresar: “Glorifica tu nombre”. En lenguaje no teísta, tal expresión podría traducirse por esta otra: “Que la vida sea”.

La comprensión nos permite tomar distancia del propio yo -al caer en la cuenta de que no constituye nuestra identidad-, y esa distancia nos permite liberarnos de su agitación, su agobio y su angustia. Lo que realmente importa no es lo que le suceda a mi yo, sino comprender que soy uno con la vida. Por eso puedo decir: “Que no sea lo que yo quiero, sino lo que la vida quiere”.